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José María Albert de Paco

El Gran Campechano

A pesar de que los principios que informan lo monárquico son una reliquia, la figura de Juan Carlos I siempre me ha inspirado simpatía.

A pesar de que los principios que informan lo monárquico son una reliquia, la figura de Juan Carlos I siempre me ha inspirado simpatía.

No conozco a nadie que sostenga con algo más que su risueña extravagancia que la monarquía, cualquier monarquía, es buena para el hombre. Por decirlo a la manera de Janet Malcolm: cualquier individuo que no sea demasiado estúpido o demasiado vanidoso sabe que la monarquía es moralmente indefendible. Proclamarse monárquico siempre me ha parecido una oposición vicarial al trono, una erupción declarativa que, de puro grotesca, sólo admite disculpa en los niños, los viejos y Jaime Peñafiel. Lo más cerca que he estado de ese círculo virtuoso fue en un almuerzo con otros periodistas en Casa Paloma, hará unos tres años, y en el que mi muy querido Salvador Sostres propuso un brindis por la reina de Inglaterra. El resto de los comensales (a excepción de Àngel Duarte y Xavier Fina, objetores sobrevenidos) alzamos la copa con él. No niego que Sostres albergue una honda convicción respecto a la bondad de la institución monárquica (ahí están sus hits en El Mundo para corroborarlo), pero mucho me da que lo que pretendía, más que celebrar la realeza, era torpedear el almuerzo de Maruja Torres, que se sentaba en una mesa contigua. (No en vano después de brindar por la reina de Inglaterra brindamos "por la Reina Madre", y a este brindis siguió otro "por el Estado de Israel").

Sin embargo, y a pesar de que los principios que informan lo monárquico son una reliquia, la figura de Juan Carlos I siempre me ha inspirado simpatía. Sus declaraciones a la prensa, en las que casi siempre asomaba una brizna de contento, de desparpajo, solían dibujarme una sonrisa, y me agradaba de veras que se dijera de él que era un "cachondo". De algún modo, la inopinada alternancia entre la vida floja y el envaramiento protocolario me instalaba en la certeza de que, bajo su égida, estábamos a salvo. Ojo, no me refiero a que estaba a salvo el parlamentarismo o la democracia, que también, sino a algo remotamente parecido al bienestar, al porvenir, a la diseminación entre la ciudadanía de una porción de ese mismo desparpajo. A la felicidad, sí, por qué no decirlo. El Rey, con su inviolabilidad a cuestas, con su aura de última frontera, representaba una suerte de gozne moral. Por muchas y variadas que fueran las insensateces de nuestros gobernantes, detrás había un rey, un buen rey, un hombre cuya conducta, hasta donde alcanzaba la vista, no era susceptible de incendiar Twitter. Es fama que hubo un día en que la vista alcanzó hasta Botsuana.

En la hora de su abdicación, parece brotar en España un conato de republicanismo que, paradójicamente, se sustancia en el pedigrí, en lo cool. Así, y frente a la evidencia de que, de la mano de Don Juan Carlos, España ha vivido el más largo periodo de prosperidad de su historia, los sedicentes partidarios de la República te rocían con su agua bendita: "Es que yo soy republicano"; sortilegio cuyo subtexto no parece ser otro que: "A diferencia de ti, que no eres sino un súbdito".

Que el denominado Procés no es un mal catalán, sino enteramente español, se aprecia estos días en las plazas de toda España; ahí donde, envuelto en banderas tricolores, el pueblo clama dignidad como lo haría un ejército de tunos enamorados de sí mismos.

En España

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