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José María Albert de Paco

Londras y Madrit

Hay rasgos del proceso escocés que me han suscitado envidia, aunque, obviamente, no en el sentido en que apuntan los Mas, Junqueras y Fernández.

Hay rasgos del proceso escocés que me han suscitado envidia, aunque, obviamente, no en el sentido en que apuntan los Mas, Junqueras y Fernández.

Los nacionalistas catalanes han acompañado el júbilo por el referéndum en Escocia del lamento ante la cerrazón española a autorizar en Cataluña una consulta parecida. Diríase que cuanto más enardecido era el júbilo más hondo era el lamento, que en boca de los comentaristas más osados rompía en envidia de los escoceses y admiración por las instituciones británicas. Cuán lejos está España de ese umbral de civilización, venían a decir.

Estoy lejos de admirar al Gobierno británico en lo que concierne a Escocia, pues creo que ha abordado la cuestión de manera más bien torpe. Con ligereza, primero, al consentir la posibilidad de que se fracturara un Estado de la Unión Europea, y de forma patética, después, al tratar de conjurar el embate del sí apelando al sentimentalismo, esto es, el único terreno en que los secesionistas, así en Escocia como en Cataluña, resultan inexpugnables.

No obstante, hay rasgos del proceso escocés que también a mí me han suscitado envidia, aunque, obviamente, no en el sentido en que apuntan los Mas, Junqueras y Fernández. Lo que yo envidio de los escoceses es cómo los defensores del no han podido desplegar sus arengas en las calles sin que sus adversarios los calificaran de provocadores, en lo que supone el preámbulo habitual a la hostilidad parafascista; cómo han podido reivindicar la conveniencia de permanecer en el Reino Unido e incluso proclamar el orgullo de ser británicos sin ser por ello tildados de fachas, y cómo, a diferencia del apocamiento general de los vips españoles, decenas de vips británicos se han pronunciado de forma desinhibida a favor de la cohesión del Estado.

Probablemente, el roce entre partidarios del no y partidarios del haya dejado muestras de infamia por parte de ambos bandos, pero, en general, ha habido más apasionamiento que virulencia, más ardor que beligerancia. No parece, en fin, que en aquellas latitudes sea costumbre tildar de antiescocés a quien reivindica la permanencia en el Reino Unido, y menos aún hacerlo en televisiones públicas o semipúblicas. Ante esa forma de conducirse en la vida, en efecto, uno no puede sentir más que envidia.

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