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José María Albert de Paco

Terceristas por la cuarta vía

Mientras que vuelcan sobre España el más agónico de los desprecios (autoritaria, franquista, casposa), juzgan la Antiespaña con una prudencia exquisita.

Mientras que vuelcan sobre España el más agónico de los desprecios (autoritaria, franquista, casposa), juzgan la Antiespaña con una prudencia exquisita.
Jordi Évole | Antena 3

"Aunque no me tengo por independentista, y así lo he hecho constar en varios foros y no pocas tribunas de prensa, estoy en profundo desacuerdo con el encarcelamiento de los consejeros catalanes". Tal formulismo es el último trino en equidistancia, geometrismo moral donde el centro es en verdad un tabulador que sólo opera respecto a España y su campo semántico (Estado, Gobierno, Constitución, PP, Ciudadanos, PSOE, SCC…), de modo que por flagrante que sea la deriva de los sediciosos, entre éstos y el statu quo siempre cabe una enésima cuña adversativa.

El Govern de Puigdemont, con la inestimable ayuda de la Mesa del Parlamento, de la llamada "sociedad civil" (los Jordis y su trama de subvenciones) y, cómo no, de una turba irredenta que confundió la realidad con un auca, trazó un plan para asaltar la Democracia y lo fue ejecutando en cómodos plazos, haciendo caso omiso de los requerimientos y advertencias que la burocracia estatal iba segregando con abulia larriana. A semejanza de esas novelas infantiles en que al lector se le ofrecen dos itinerarios al término de cada capítulo, a Puigdemont, tras cada una de sus acometidas en pos de la desconexión, se le presentaban dos opciones: recular o seguir ciego su camino, restaurar la legalidad o arriesgarse a topar con el Estado. Puigdemont, no obstante, no leía "topar" ni "Estado" ni siquiera "riesgo"; era ya un remedo indocto del Qujote y ahí donde regía la advertencia él sólo vislumbraba Ítaca. A ello contribuyó, obviamente, la certidumbre (no estrictamente supersticiosa) de que Rajoy se arredraría. No cabía descartarlo, en efecto, pero la apuesta se fundaba esta vez sobre un gran malentendido: desde el discurso del Rey y las grandes movilizaciones a favor de la Constitución, la cuestión catalana no estaba enteramente en manos de Rajoy.

Y frente a tal escalada de tropelías, insisto, nuestros terceristas siguen aferrándose al advenimiento de un sincretismo que huya de los extremos, situando en plano de igualdad la ley y el crimen, la política y el mito, la verdad y la mentira. Con todo, la inmoralidad que de veras los retrata guarda relación, paradójicamente, con la injusticia distributiva. Mientras que vuelcan sobre España el más agónico de los desprecios (autoritaria, franquista, casposa), juzgan la Antiespaña con una prudencia exquisita. Y eso en el mejor de los casos. Évole, epítome, una vez más, de semejante extravío, decía esta semana: "¿Quién es más antisistema: el PP o la CUP, que no se ha llevado un céntimo de ningún Ayuntamiento?". Prefigurando así la cuarta y definitiva vía: aquella, en fin, en que acabemos conceptuando a ETA por su probadísima eficacia para cuadrar los balances.

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