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José María Albert de Paco

Una cuestión de honor

Mientras Valencia se alzaba orgullosa contra la subida del pan, Barcelona, capital europea del turismo okupa, era incapaz de articular una respuesta que no fuera un quejío subordinado.

La semana pasada, cuando se produjeron las algaradas en Valencia, unos pocos barceloneses salieron a la calle a gritar que ellos también eran valencianos (esa frivolidad del yo también soy lo que se tercie rinde criaturas verdaderamente insólitas). No era difícil apreciar en esos manifestantes la misma melancolía de príncipe destronado que preside últimamente los partidos del Barça. Ellos eran valencianos, sí, pero en el fondo rezumaban agravio por lo que consideraban un humillante sorpasso: mientras Valencia se alzaba orgullosa contra la subida del pan, Barcelona, capital europea del turismo okupa, era incapaz de articular una respuesta que no fuera un quejío subordinado.

Así las cosas, lo de hoy tenía como pretexto los recortes, pero en el fondo era una cuestión de honor, pues estaba en juego el caudillaje español de las denominadas "protestas ciudadanas", sintagma orwelliano bajo el que trasluce, simpáticamente, el par "matonismo progre", que ha dejado de ser oxímoron para adentrarse en el magma del pleonasmo. Por lo demás, el pretexto eran los recortes, pero podía haber sido el Plan Bolonia, o la reforma laboral, o la especulación urbanística, o España, así, con todas sus eñes. El surtido de causas por las que el pueblo da en prenderle fuego a Barcelona es inagotable; tanto que a menudo me pregunto cómo los comités de huelga (da igual qué huelga), permiten que la vida siga abriéndose camino.

No es que manifestarse sea antidemocrático, no. Hay circunstancias que exigen que el pueblo, ya sin comillas, pise las calles nuevamente. El terrorismo, por ejemplo, o en general cualquier episodio que suponga una amenaza para la democracia. Lo corriente en Barcelona, no obstante, es que las protestas, inequívocamente izquierdistas, se lleven a cabo, casi por definición, contra medidas democráticas, esto es, votadas en un Parlamento que, a su vez, ha salido de unas urnas. Paradójicamente (o no tanto), ha sido la propia izquierda quien, desde el poder, ha alentado lo que a día de hoy es ya un hecho tan diferencial como el bilingüismo, el pan con tomate o la sardana. ¿Es preciso recordar que, en tiempos del alcalde Clos, la teniente de alcalde, Imma Mayol, dijo identificarse con los antisistema? ¿O que el pleno del Consistorio declaró Barcelona ciudad antitaurina? En cierto modo, esa retórica papanatista de la participación social, el asamblearismo y cómo no, el voluntariado, no sólo ha acabado confiriendo rango de autoridad a cualquier bestezuela con megáfono; además ha dado a entender que el parlamentarismo es poco edificante y aun perverso. Exactamente, lo que siempre han creído los fascistas.

El Sr. Albert de Paco es periodista y editor, autor del dietario Libre Directo (Premio Marca de Literatura Deportiva) y miembro del panel de Opinión de Libertad Digital.

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