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José María Marco

Por qué el Estado Islámico ha decapitado a Foley y a Sotloff

Tenemos que esforzarnos por sentir estas muertes como algo que nos atañe en lo más personal, en lo más vulnerable.

Tenemos que esforzarnos por sentir estas muertes como algo que nos atañe en lo más personal, en lo más vulnerable.

James Foley y Steven J. Sotloff eran periodistas. Foley nació en Rochester, New Hampshire (Estados Unidos), en octubre de 1973. Era de familia católica, como él mismo lo fue. Estudió en una universidad jesuítica y trabajó unos cuantos años de profesor en proyectos altruistas, hasta que en 2009 se fue a Bagdad con Usaid. Un año después empezó a trabajar como periodista free-lance en Afganistán. En Libia cubrió la ofensiva de los rebeldes contra Gadafi y fue detenido y secuestrado durante 44 días. Luego viajó a Siria y el 22 de noviembre de 2012 fue secuestrado con su traductor, que luego fue liberado.

Steven J. Sotloff nació en Pinecrest, Florida, en mayo de 1983, en el seno de una familia judía. Él mismo era judío y tenía la nacionalidad israelí, aunque esta información fue tratada con discreción durante el cautiverio. Estudió en la University of Central Florida y luego en la Universidad de Herzliya, en Israel. Empezó a trabajar de periodista free-lance para diversos medios norteamericanos durante la Primavera Árabe. Fue secuestrado el 4 de agosto de 2013 cerca de Alepo, cuando acababa de cruzar la frontera desde Turquía.

Las vidas de Sotloff y de Foley están determinadas por Oriente Medio. Para entenderlas, hay que tener en cuenta el mundo que emergió el 11 de septiembre de 2001, hace trece años esta misma semana. Aunque nos figuramos que la vida cotidiana transcurre ajena a las consecuencias de aquellos hechos, lo cierto es que nuestra realidad es la de James Foley y Steven J. Sotloff.

Los dos eran periodistas, periodistas valientes y comprometidos, como Daniel Pearl. Sin duda es esta una de las causas de su asesinato. Tenían curiosidad, querían conocer la verdad, comprenderla y contar lo que habían visto. Los que los mataron han dejado bien claro lo que piensan de este oficio, destilado de nuestros principios y valores, uno de los cimientos de la libertad.

También los han matado por una cuestión que atañe a la religión. La tolerancia y la libertad religiosa son inconcebibles para los fanáticos del Estado Islámico (EI). Exaltan y llevan al límite una forma de vivir la religión que se niega a abandonar su monopolio sobre el mundo. No admite que la realidad pueda dar testimonio de otra creencia, o no dé testimonio de ninguna. Evidentemente, esto no es el islam. También es verdad que el islam, como religión, todavía tiene que llevar a cabo esa separación dolorosa y complicada, pero necesaria. Sólo los musulmanes pueden hacerlo, de forma consciente, voluntaria e individual. No es posible forzar nada en este punto. Y en los últimos cuarenta años no han avanzado. Al contrario, como atestiguan Foley y Sotloff.

Nos equivocaríamos, sin embargo, si creyéramos que los que vivimos en sociedades abiertas y democráticas somos los principales destinatarios del mensaje. Lo son, en primer lugar, los demás musulmanes, a los que se persigue, se atropella y se asesina todos los días por decenas sin que estos crímenes encuentren, ni de lejos, la misma repercusión en los medios de comunicación. Para dejar claro que no se va admitir un islam abierto y tolerante no ha bastado ahora con el terrorismo masivo contra los musulmanes. También por eso han rodado y difundido los asesinatos de Foley y Sotloff.

Aparte de la brutalidad de los hechos, los vídeos resultan sofisticados, como sofisticada es la forma de operar del EI. En comparación, Al Qaeda parece algo primitivo, de otro tiempo. El EI, efectivamente, se presenta como una organización eficiente, no exenta de estilo. En un mundo global, es un gesto eficaz de propaganda (al que ha intentado responder la Administración norteamericana). Indica también que se ha pasado del tiempo de la resistencia al del ataque en todos los frentes. Responde a la estrategia del EI, encaminada a establecer una comunidad política islámica, un califato.

El que los ejecutores sean, muy posiblemente, británicos proclama una forma de victoria que demuestra la debilidad del adversario. La verdadera fe echa raíces en ese mismo mundo que desconoce a Dios. Aquí los destinatarios del mensaje son varios. En primer lugar, los musulmanes que no se sienten integrados, por las razones que sean, en las sociedades liberales y globalizadas. A estos se les invita a participar en una vía (yihad) de satisfacción inmediata. También están en el punto de mira las comunidades musulmanas integradas en esas mismas sociedades. Para ellas, la amenaza resulta descarnada. Merece una respuesta por parte de estas mismas comunidades, que ya ha empezado a llegar, por ejemplo en España.

En cuanto a todos los que vivimos –musulmanes o no musulmanes– en democracias liberales y compartimos los principios políticos en los que estas se basan, el mensaje resulta ambiguo, una vez descartadas las fanfarronadas sobre la extensión del califato hasta los Pirineos. Hay quien lo interpreta como una brutalidad que requiere una respuesta inmediata y a ser posible total. Quienes comparan el fundamentalismo islámico con formas clásicas de totalitarismo suelen preconizar esta vía, aunque de lo uno –muy discutible de por sí, y que contribuye a trivializar tanto el islamismo como el totalitaritarismo– no se deduce necesariamente lo otro. También puede ser visto como una provocación, ante la cual conviene no perder la sangre fría.

Desde mi punto de vista, ni la intervención en el terreno por tropas de países ajenos a la zona ni una coalición de Occidente contra el fundamentalismo en la que saudíes e iraníes no adquieran un compromiso inequívoco, firme y duradero arreglará nada, en una región que tiene que enfrentarse ella misma a sus propios monstruos. La muerte de James Foley y Steven J. Sotloff, que tenemos que esforzarnos por sentir como algo que nos atañe en lo más personal, en lo más vulnerable, no puede servir para alimentar aún más odio.

© elmed.io

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