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José María Marco

Ser judío en el Estado judío

La ortodoxia sigue siendo sometida a desafíos.

La ortodoxia sigue siendo sometida a desafíos.

Convertirse al judaísmo no es una empresa fácil. Requiere estudiar, pasar una especie de examen e incluso darse un chapuzón en una piscina especial, una mikvé. Resulta un poco más flexible fuera de Israel, las conversiones donde no necesitan estar homologadas por el rabinato ortodoxo. En Israel, en cambio, no es así. Además del proceso de aprendizaje y demostración de la buena fe de quien aspira a ingresar en la comunidad judía, la conversión debe estar rubricada por el rabinato oficial. O mejor dicho, así venía ocurriendo hasta el pasado 31 de marzo, cuando el Tribunal Supremo dictaminó que el Estado tiene la obligación de reconocer unas conversiones realizadas en tribunales ortodoxos no controlados por el establishment religioso.

No es la primera vez que las autoridades israelíes toman una decisión de esta índole. En 2014 el Gobierno decidió autorizar conversiones sin pasar por los cuatro tribunales del rabinato ortodoxo. La entrada en la coalición gubernamental de los partidos ultraortodoxos obligó a cambiar la norma, que podía haber afectado a los aproximadamente 400.000 israelíes sin religión oficial, en particular a los ciudadanos de origen ruso que no han podido demostrar un origen familiar judío.

En la misma línea, el Gobierno votó en enero la apertura de un espacio no ortodoxo dedicado al rezo en el Muro de las Lamentaciones, y en febrero una decisión del Tribunal Supremo requirió al Gobierno que las mikvés estatales estuvieran disponibles para su uso en conversiones no ortodoxas. Los parlamentarios jaredíes han convencido al Gobierno de Netanyahu para que se vuelva a abrir el debate sobre el Muro. La Knéset ha aprobado después una ley que detiene la apertura de las mikvés.

La decisión del 31 de marzo afecta sólo a unas cuantas personas. No les concede ningún derecho más allá de la estricta conversión. Tampoco obliga al rabinato oficial a reconocer las conversiones privadas ni a oficiar el matrimonio de los así convertidos en Israel.

Ahora bien, la limitación de los efectos contrasta con la doctrina que sostiene la sentencia: "La judía es una nación, pero extendida por el mundo, y está compuesta de comunidades, estratos y subestratos". Por tanto, el reconocimiento en solitario del rabinato oficial no tiene en cuenta la gama existente de comunidades judías, lo cual resulta inaceptable. Queda sugerido que la prevalencia de la ortodoxia no tiene fundamento legal.

Nada tiene de extraño, por tanto, que la sentencia haya abierto una polémica que se inició ya a principios de 2015, cuando la conversión de un grupo de seis niños de entre 1 y 11 años fue aceptada por un grupo de rabinos ajenos al sistema oficial. Lo que entonces fue visto como una primera brecha en el poder del establishment religioso se percibe ahora como un paso más en la privatización de la práctica religiosa en Israel, porque la sentencia acabará abriendo el proceso de conversión a instancias ajenas al sistema oficial, respaldado por el Estado. De ahí las consecuencias políticas. Si es así, efectivamente, el Estado de Israel puede verse obligado a reconocer como judías a personas que se hayan convertido por vías no oficiales, lo que hasta ahora rechaza tajantemente. Y acabará redefiniendo la relación entre el Estado y el ámbito religioso. Los más progresistas apuestan por que la sentencia acabe empoderando a los individuos y a la gente: una vez convertido por vías no oficiales, por ejemplo, es verosímil pensar que el converso quiera recurrir a los servicios de un rabino ajeno al sistema oficial. Así se pondría en cuestión el régimen por el que el establishment religioso mantiene el monopolio de los matrimonios y los divorcios, por no hablar de las preceptivas dietéticas y de qué instancia tiene autoridad para certificar la ortodoxia de la comida.

Lo que desde esta perspectiva es comprendido como un avance, desde el otro lado se percibe como una amenaza. Y no sólo porque puede llegar a poner en peligro la superioridad de la ortodoxia, sino porque acabará afectando a la identidad misma del judaísmo y a la naturaleza del Estado de Israel, que deberá tener en cuenta otras formas de institución religiosa y, por tanto, acabará abriendo la posibilidad de una relación distinta del Estado con la religión, algo complejo en un Estado que se define como judío.

Tampoco la unanimidad es completa entre los que celebran la sentencia. Hay quienes confían en que provoque un efecto dominó de apertura y hay quienes piensan que sólo una reforma a fondo de las instituciones podrá cambiar la situación. Por ahora, está claro que el establishment religioso no va a aceptar las conversiones realizadas fuera de su competencia.

© Revista El Medio

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