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José T. Raga

Damocles bajo la espada

La dependencia de personas sin referentes éticos o de orden jurídico internacional debe de generar inquietud y debe de motivar acciones que eliminen o mitiguen el poder que tiene en la mano aquel que está dispuesto a ejercerlo sin limitación alguna.

Hace algo más de veinte siglos nos relataba Quinto Horacio Flaco la relación entre Dionisio I El Viejo (allá por el siglo IV antes de J.C.) y su cortesano Damocles que, dicho sea de paso, debía de gozar de escasa confianza, ya que cuando en una ocasión se tuvo que ausentar el tirano haciéndose sustituir en un festín por el cortesano, determinó que sobre el sustituto pendiera una espada con gran fragilidad, para recordarle lo efímero de su mandato y de la posición que ostentaba. Mi reflexión hoy, sobre este relato, es quién asume hoy la personalidad de Damocles y quién la de Dionisio I, ante un hecho de tanta trascendencia para vida y la economía de las gentes como el suministro de un recurso sin el cual vida y economía están en peligro de sucumbir. Me refiero en concreto, en este momento, al suministro de gas procedente de Rusia o, si se quiere mejor, a su interrupción unilateral como un acto de autoritarismo despótico, con desprecio de los efectos perversos que de tal decisión puedan derivar.

Las similitudes entre el tirano Dionisio I y el mandatario ruso son tantas y tan evidentes que quizá sería más sencillo dejar constancia de la diferencia pues el mandatario ruso no puede ser tirano, ya que sólo puede serlo aquel que tiene la condición de rey; para los demás, la figura y los principios que rigen la vida del tirano equivalen a los que rigen la vida del dictador: poder personal sin límites, con renuncia a cualquier principio ético o jurídico que pueda restringir o condicionar el ejercicio de su voluntad. Ahí tenemos ejemplos recientes en los sucesos, ya pasados, con Ucrania –referidos también a situaciones semejantes–, los más dramáticos y próximos de Osetia del Sur, con argumentos farisaicos ante la opinión internacional generalizada, o la situación actual en Bosnia, Eslovaquia, Hungría, Servia y buena parte de otros países europeos.

Frente al Dionisio I de Rusia, Europa se encuentra, como Damocles, pendiente de la caída de la espada que aquel puede decidir en cualquier momento. Es un error pensar que su despotismo sólo se aplicará a países débiles, quedando los fuertes al margen de esa posibilidad. Un dictador, más aún cuando se ha formado en la escuela de las escuelas de dictadura, se siente fuerte y arrogante aun en los casos de debilidad objetiva. Para él, el derecho es un fenómeno acomodaticio para revestir de aparente legalidad lo que no pasa de ser la voluntad firme o caprichosa de quien ostenta la autoridad. No hay referencia a razones justificativas; éstas se sustituyen por mandatos imperativos que si se discuten lo son por ideas corruptas, atentatorias a la seguridad del Estado y contrarias a los intereses nacionales, por lo que deben de ser reprimidos. La misma idea de los observadores europeos, muy en última instancia aceptada al parecer por Rusia, en la noche del pasado jueves ocho de enero, choca con la idea de hacer su voluntad sin restricción ni condicionante alguno.

La pretensión de que Dionisio se someta a una norma o a un compromiso adquirido no pasa de ser una pretensión necia, pues él es la norma. Cualquier otra fuente normativa, supondría discutir en su misma base la autoridad del dictador y poner en duda la firmeza de su voluntad; algo que no es compatible ni con su misión ni con su misma personalidad. Las explicaciones y promesas que se ha permitido ofrecer a la comunidad internacional en los sucesos antes enumerados y en otros semejantes en los que ha participado, muestran claramente la vaciedad argumental refugiada en la arrogancia del poder como fin en sí mismo. Un poder del que se puede hacer uso para fines muy diversos según los objetivos concretos de momento y lugar.

Aquella proclamación que hizo el mundo árabe en el seno de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo con ocasión de la Cumbre de Argel en Octubre de 1973 –según la cual se decidía utilizar el petróleo como un arma contra el sionismo y con él contra occidente, y que estremeció a los países desarrollados de mediados de los setenta– es sólo una muestra de lo que puede instrumentarse hoy desde un poder dionisíaco, dispuesto a cortar esa crin de caballo que sujeta la espada con la que se puede exterminar al poder efímero de un Damocles europeo que prefiere seguir mirando para otro lado y suponer que las cosas no serán tan graves.

Un gasoducto, junto a la gran agilidad, versatilidad y economía que ofrece para el suministro de gas, encierra en sí mismo una gran dependencia que hipoteca la economía del consumidor a la voluntad del suministrador o de quien controle el suministro; más aún si, como es el caso, la financiación de la obra ha sido a cargo de los países receptores de la energía. La dependencia de personas sin referentes éticos, morales o de orden jurídico internacional debe de generar inquietud y debe de motivar acciones que eliminen o mitiguen el poder que tiene en la mano aquel que está dispuesto a ejercerlo sin limitación alguna.

La conciencia de que no todo el mundo actúa igual y utilizando los mismos instrumentos nos lleva a afirmar la necesaria diferenciación de cautelas según la personalidad de los actores. Las lamentaciones a posteriori son simplemente estériles. El consagrado principio de que todos somos iguales sólo es válido cuando añadimos que así lo somos ante Dios y ante la ley. Los que no creen en Dios, les bastará afirmar la igualdad de todos ante la ley, pero los que tampoco creen en la ley se verán obligados a afirmar que, dada la desigualdad de los hombres, unos, los privilegiados, mandan según su voluntad, mientras que los otros obedecen sin posible reparo u objeción.

Algún día, Europa, el Damocles del siglo XXI, despertará de ese letargo que le produce el exceso de bienestar, descubriendo la espada que le recuerda lo efímero de su situación. ¿Será demasiado tarde?

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