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José T. Raga

De dudas y desconfianzas

Cada vez somos menos españoles a pagar y más a ser amamantados por la ubre del Estado. Ya me dirán cómo resolverlo o, mejor, díganselo directamente al señor Rodríguez Zapatero.

El título es expresión de aquello que los matemáticos conocen con el nombre de correspondencia biunívoca. Es decir, que en este mundo por el que merodeamos los humanos, más aún si el merodeo se produce en un territorio llamado España, gobernado por el Partido Socialista Obrero Español –hasta a mí, que poco o nada tengo que ver con ello, me da cierto rubor utilizar los vocablos históricos como Obrero, Español y hasta Socialista–, las dudas generan desconfianza, a la vez que la desconfianza acarrea dudas, las más de las veces insuperables.

La primera duda es aquella capaz de provocar la inquietud y el desasosiego de propios y extraños. Es la que nos aqueja cuando estamos convencidos de que nos engañan, de que no nos podemos fiar –desconfianza–, pero que pese a nuestro convencimiento, no conocemos ni la extensión, ni la intensidad o gravedad del engaño. Sólo sabemos que con el personaje o los personajes que nos engañan, no iríamos ni a la esquina más próxima pues, con ello, nos expondríamos a lo peor imaginable.

Ya sé que, en ocasiones, y quizá por lo del viejo refrán de que se coge antes a un mentiroso que a un cojo, a quien practica el deporte de mentir, se le sorprende con las manos en la masa, y... como tampoco suele andar muy sobrado de vergüenza y de sentido de la dignidad y autoestima, urde una explicación, tan falsa como la mentira inicial, pero que consigue parar el quite, más por benevolencia del engañado que por convicción de sus argumentos. Pero pasado un tiempo no muy largo, la mente humana que trata de refugiarse en los recuerdos gratos y no en los perversos, llega a olvidar el suceso engañoso, como si nunca hubiera existido.

Sin embargo, no hay seguridad de que esto sea así para siempre. En cualquier momento puede reverdecer, vamos, convertirse en un brote verde, del que no emane otra cosa que el desánimo, el desconcierto y una mayor desconfianza. Cuando en las horas previas a una elección –también las europeas merecen el apelativo de elecciones, cualquiera que sea la cuantía de los que acudan a las urnas– se manosea con gran vanagloria un dato estadístico –en este caso el del desempleo–, yo no sé lo que pensarán los alemanes o los británicos, pero los españoles estamos convencidos de que nos están engañando. Y se preguntaría el alemán, cómo se puede engañar con un dato estadístico. La respuesta es tan española, que quizá sea mejor no dársela; de todos modos no la iba a entender.

Unas veces ha sido la artesanía del Tipp-Ex la que ha mancillado la verdad, presentando como cierto lo que, a sabiendas, es falso. Una falsedad con ropaje de certidumbre, que ha contado con el aval más decidido del propio presidente del Gobierno, vendiendo su credibilidad, la que poco le importa, por una pincelada más o menos de la blanca emulsión.

También se ha utilizado como elemento de confusión, y sólo cuando han sido descubiertos, la vía de redefinición de figuras y conceptos consagrados en la doctrina económica, en su reflejo más cuantitativo: la estadística. Salvo con el Gobierno de Don José Luís Rodríguez, el vocablo paro, o si se quiere su equivalente, de fonética más suave, desempleo, han tenido siempre un significado muy preciso. Claro, dirán ustedes que también lo tuvo el término matrimonio, y nada más cierto que su sagaz observación, cuando hoy es un totum revolutum en el que uno puede encontrar cualquier combinación, si bien limitado numéricamente a dos partícipes. Por ello, nada hay de extraño en que paro o desempleo, hoy, no sea el número de personas que queriendo trabajar no encuentran un puesto de trabajo para ejercitar su deseo, porque, según el nuevo concepto, no están parados los que estándolo se entretienen con actividades que nada les aportan más que su traspaso a la categoría de buscadores de empleo en proceso de formación.

¡Cómo para fiarse de lo que dicen en un período electoral!

¿Ven ustedes como era verdad que las dudas generan desconfianza y a la inversa? Pero sigamos con lo nuestro y supongamos que fuera verdad que, gracias a la eficacia del Plan E del Gobierno, el paro ha disminuido; se han cumplido los objetivos, diría el político campanudo envuelto en una arrogancia que le proteja de dudas y de preguntas de los más escépticos.

Sin embargo, yo no me quedo muy satisfecho porque soy la representación viva de la duda. El Plan E, si mal no recuerdo, comprometía once mil millones de euros para crear trescientos mil empleos (naturalmente, mientras duren los miles de millones de la moneda única). Eso quiere decir que cada empleo cuesta 37.000 euros en número redondos; o sea, que los españoles, también los mil-euristas, estamos pagando esa cantidad a cada uno de esos señores que vemos poniendo baldosas en las aceras o acarreando con la carretilla los materiales para tan nobles tareas.

¡Y dale con las dudas! Por lo que vemos del Plan E, es un plan de muy escasa tecnología incorporada –hemos vuelto a ver carretillas movidas por la fuerza humana–, obras simples y efímeras que no requieren estudios previos de ingeniería, ni aportación de materiales costosos. Con esos perfiles, ¿es posible que cada empleo de esos cueste una media de treinta y siete mil euros? ¿No habrá algún coste, digamos que especial, que se me escapa?

Lo único a lo que aspiro, ya metido en gastos, es que al señor presidente no se le ocurra la misma fórmula para conseguir el pleno empleo. Porque, cinco millones de parados, a treinta y siete mil euros, son, simplemente, 185 mil millones de euros. ¡Bah, una tontería, una pequeñez!

El único problema en el que ya discrepamos el presidente y yo es que eso hay que pagarlo con nuestros impuestos y, la verdad, ya nos coge cansados. Además, cada vez somos menos españoles a pagar y más a ser amamantados por la ubre del Estado. Ya me dirán cómo resolverlo o, mejor, díganselo directamente al señor Rodríguez Zapatero. Yo les estaré eternamente agradecido.

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