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José T. Raga

La burla al Estado de Derecho

¿Es que sólo hay corrupción en España? Desde luego que no. Lo que sí son diferentes son las consecuencias.

Somos muy desgraciados; la gente, o no se da cuenta de lo buenos que somos, de lo bien que hacemos todo, de nuestra fidelidad a los principios de convivencia, o, si se dan cuenta, no quieren reconocerlo. Algo así debieron de pensar nuestros conciudadanos cuando, no contentos con empatar, en primera elección, con la ciudad de Estambul, como candidatos a albergar los Juegos Olímpicos de 2020, fuimos eliminados por la ciudad turca en la ronda de desempate.

¿Cómo era posible? Teníamos las mejores calificaciones de cuantos candidatos aspiraban a organizar los Juegos en cuestión. Todo estaba hecho, a falta de pequeños detalles sin importancia. España, además es un país grato, de clima benigno y con una población encantadora, educada y desvivida por ayudar a cuantos llegan a nuestra tierra. Sin embargo, ganó Tokio, quedando en segunda posición Estambul.

Mi opinión sobre nosotros, sin embargo, es diferente. A fuerza de una cultura materialista, hemos llegado a la convicción de que una Nación son sus autopistas, aeropuertos, líneas férreas de alta velocidad y, cómo no, sus estadios, hoteles, restaurantes, etc. Pero no nos hemos enterado –porque para eso somos materialistas– de que el mundo civilizado valora otros componentes vitales, como la honradez, la bondad, el respeto, el compromiso, el cumplimiento de las leyes o, lo que es lo mismo, el respeto al Estado de Derecho.

Variables todas intangibles pero que, por eso precisamente, tienen más valor en cuanto que informan la conducta de los seres humanos. Y en estas materias tenemos que reconocer que estamos muy flojos. El pasado miércoles un diario de gran difusión presentaba una portada dedicada, en su totalidad, a los casos de corrupción política y económica de máxima actualidad.

¿Es que sólo hay corrupción en España? Desde luego que no. Lo que sí son diferentes son las consecuencias. Por ahí fuera, el político o empresario sorprendido en corrupción dimite al instante y se prepara para la sentencia condenatoria. Algunos más radicales se suicidan; es el caso de los japoneses.

En España, contrariamente, nunca pasa nada. Es más, al sorprendido en corrupción se le hace senador para, así, entorpecer la acción de la justicia. Ya es grave que unos señores que deberían ser ejemplo de probidad tengan privilegios procesales que hacen tediosa la acción legal. Pero peor aún es que alguien adquiera esa condición para, de propósito, dificultar el curso del proceso por sus actos presuntamente delictivos. Aun así, pretendemos que se nos reconozca como los mejores.

A fuerza de mirarnos el ombligo, desconocemos cómo se mueve el mundo y, cuando nos llegan noticias ejemplarizantes, preferimos desconocerlas. Por eso no es extraño que nos vayamos a Buenos Aires convencidos de que somos los mejores y nos extrañe que Estambul se sitúe por delante de nosotros.

Cuando cualquier sujeto pone el pie en un país, quiere estar seguro de sus derechos y de sus obligaciones, ambos garantizados por el orden jurídico. ¿Podemos garantizárselos en España?

En España

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