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José T. Raga

No la encontraba

Como en Washington en noviembre, escuchamos con fruición los que nos sentimos defensores de la libertad, el rechazo al proteccionismo, cuando, ya entonces, les faltó tiempo a los allí reunidos para proteger sus economías con restricciones de mercado.

Yo buscaba, buscaba con ansiedad, tenía que estar en algún lugar. Mi España había asistido, qué digo yo asistido, era esperada como nadie lo fue antes y, probablemente, no lo será tampoco después. Nuestro presidente, líder indiscutible de ideologías progresistas, torrente de ideas fructíferas para salvar a la humanidad de los males que la aquejan, punto de encuentro para el solaz de las civilizaciones que aspiran a dialogar venciendo las trabas y cortapisas que les marcan las envidias y los rencores de los adormecidos países capitalistas, sólo pendientes de sus propios bolsillos.

España había salido con destino a Londres para estar presente en algo a lo que llamaban "cumbre", pero yo no encontraba rastro alguno de ella. La inquietud se iba apoderando de mi sosiego a medida que iba devorando líneas, párrafos y páginas, ya que sólo encontraba referencias como "Nosotros, los líderes del Grupo de los Veinte". España no estaba entre ellos, de ocupar algún puesto, sería como mucho el veintiuno, y esto siempre que alguien no le tomase la delantera. Y se repetía en el comunicado final, una y otra vez, eso del Grupo de los Veinte. ¿Dónde estaría España? ¿Se habría perdido, extraviado?

Pero, además, nuestro presidente, el señor Rodríguez Zapatero por si a alguien se le ha olvidado, iba cargado de propuestas, de planes pormenorizados para mostrar a los dichosos Veinte cómo se podía salir de la crisis con inmediatez, alegría, y a un ritmo tan vertiginoso que ya, en España, hablar de crisis era una extravagancia; algo pasado que hasta resultaba complicado de explicar a las generaciones jóvenes, porque éstas apenas habían podido percibirla, sólo como se percibe una estrella fugaz.

¿Acaso podía ocurrir que los famosos e insistentes Veinte perdieran la oportunidad de conocer la aportación salvífica de nuestro presidente? Pero nada; ni Rodríguez Zapatero, ni España, ni la ejemplaridad de una Plan E, ni nada de nada. Y es que los Veinte son así, líderes desalmados sin la más mínima consideración, y eso que la adulación de nuestro presidente al de los Estados Unidos de América –uno de los Veinte– no había podido ser más generosa, más sincera. El lugar del incensario lo ocupaba el propio corazón, con el que se deshacía en loores y alabanzas. ¡Qué expresividad! Muy buena, una impresión muy buena, la impresión de Obama ha sido fantástica, su cercanía, su disposición al diálogo, muy buena... Pese a ello, ni rastro del presidente, ni de sus planes, propuestas, programas, en un círculo en el que ya se sabe que se carece de ideas, de imaginación; un club, el de los Veinte, en permanente oscuridad, sin nadie que aporte una idea capaz de iluminar el escenario.

Y, yo seguía desgranando letra a letra aquel documento, para que nada pudiera pasarme desapercibido. ¡Tenía tantas ganas de ver a mi España en un lugar tan privilegiado! Cuando de momento, ¡oh cielos!, llego al número quince del documento, y en el primer punto me detengo porque me ha parecido ver algo que puede interesarme, algo que iba buscando. En efecto, sobresale a mi percepción la palabra "Spain". La memoria no me podía traicionar; esa es la palabra con que la lengua inglesa se refiere a España. Sí, allí estaba. Por fin iba a gozar del orgullo nacional.

Pero pronto se acabó la fiesta. Leí pausadamente para no perder detalle y me noté empequeñecer tanto más cuanto más avanzaba en la lectura. Comprobé que esa España, o "Spain" como quiera que la llamen los ingleses, permanecía aislada, sin relación con nadie, incluso asfixiada entre los otros grupos. Allí se hablaba, una vez más, de los dichosos Veinte, del Consejo de Estabilidad Financiera –a quien se le buscaba un heredero–, de la Comisión Europea, y junto a todos ellos, como en un rinconcito, mi España transmitiendo la mayor sensación de soledad que jamás hubiera imaginado. Decidí dejar de leer; la impresión había sido demasiado violenta, me sentía golpeado en el honor personal y en el orgullo patrio.

Casi prefería volver al inicio y recrearme en los números dos y tres del documento, que de haberlos escrito en verso habrían podido ser dignos de conformar una Égloga virgiliana. Qué referencias a las vidas de las mujeres, de los hombres y de los niños en todos los países del mundo, en busca conjunta de una solución. Y qué compromiso con los países pobres y con las generaciones futuras; benevolencia, magnanimidad, entrega, desinterés...

Una vez más, como ya lo oímos en Washington el pasado noviembre, escuchamos con fruición los que nos sentimos defensores de la libertad, el rechazo al proteccionismo, cuando, ya entonces, les faltó tiempo a los allí reunidos para proteger sus economías con restricciones de mercado y, lo que era más inmediato, con subvenciones a la producción de bienes y servicios.

Para elevar la prosperidad de todos, se dice ahora, hay que conducirse por una economía mundial abierta, basada en los principios del mercado, en una regulación efectiva y en fuertes instituciones globales. Una ecuación esta, de cuya mezcolanza de variables es de esperar un resultado incierto. Eso sí, creemos instituciones y con las ya existentes, aunque claramente no funcionen, démosles dinero, mucho dinero, que sacaremos coactivamente del bolsillo de los ciudadanos; al fin y al cabo, han nacido para sufrir. Pero ya ven, las bolsas tenían tantas ansias de ganar dinero que, al menos inmediatamente, se han comportado de forma brillante.

Ojala dure la racha, para provecho de quienes juegan a ello. Ah, y si además esa euforia momentánea consiguen transmitirla a la economía real, también los que no jugamos lo celebraremos con gran júbilo.

En Libre Mercado

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