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José T. Raga

¿Quién paga las dádivas?

Es ese instante de depositar el voto el que engrandece al elector, situándole por encima de los elegibles.

Si consideramos natural aquello que hace la mayoría, tenemos que presumir natural que, en períodos electorales, los líderes en liza abunden en generosidad, simpatía y buenos propósitos, buscando atraer partidarios que, si no por otras razones, al menos por su dadivosa prodigalidad, se dirijan el día D a la hora H a la urna de su demarcación y depositen el voto en atención a los favores esperados.

Es un momento gozoso: de un lado porque, con toda probabilidad, hemos hecho lo que hemos querido, sin dar explicaciones a nadie, votando a quien nos ha venido en gana; de otro, por si no lo habían pensado, es el único momento, en toda una legislatura, en que el poder, o quien espera ostentarlo, depende de nosotros, llamados a ocupar, el día de después, el honroso lugar de los sometidos.

Es ese instante de depositar el voto el que engrandece al elector, situándole por encima de los elegibles. Es precisamente ese instante el que ha llevado a la presencia extrema a candidatos que vivían desaparecidos del escenario político y social, prodigándose por calles, plazas y mercados, mostrando su gran generosidad en besos, abrazos, selfies y frases ocurrentes y prometedoras que pretenden provocar la complacencia de los más exigentes.

El voto es el acto final de un proceso –la campaña– en la que el devaneo por quién da más, por quién promete mayor felicidad del elector, se convierte en una enloquecida carrera, en la que los elegibles se apresuran a ofrecer todo tipo de prebendas, cambiando sus posiciones en un regateo sin fin con sus competidores.

Es el momento en que recuerdan todo lo que olvidaron. Presentes están las familias y su importancia social, la necesidad de los hijos, el cuidado de los ancianos, la atención de los discapacitados, los parados, los jubilados, los estudiantes, las empresas grandes, medianas y pequeñas y, también, el sacrificio de los contribuyentes a la hora de pagar sus impuestos. En definitiva, se suele prometer vida fácil y placentero bienestar.

Salvo ingenuidad punible, una pregunta es necesario poner en la ranura en la que se deposita el voto: ¿quién paga lo prometido? ¿Han preguntado a alguien si está dispuesto a pagar por ese bienestar que ofrecen? ¿Lo que llaman bienestar, coincide con lo que yo llamo bienestar? Por si no lo saben, a mí me importa lo que yo llamo bienestar.

Con frecuencia, revierten sobre las empresas parte de sus veleidades sociales. Éstas son aquellas que, de un modo u otro, pretenden que el trabajador trabaje menos y cobre más –se llamarán permisos por causas diversas, conciliación vida laboral-familiar, asuntos propios o moscosos si están en el sector público–.

Ustedes pensarán que eso no es posible, pero un candidato, en elecciones, es capaz de ofrecer lo más imposible. ¿Cumplirán lo prometido? Eso es otra cosa, pero las elecciones habrán pasado y no volveremos a tener otro instante de gloria hasta el próximo voto, dentro de cuatro años.

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