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José T. Raga

También es despilfarro

¿Qué hacen los estudiantes beneficiarios de esa financiación pública? Desde luego, estudiar no.

Estos días se ha puesto sobre el tapete otro de los grandes despilfarros de nuestro país, porque despilfarro no es otra cosa que "gasto excesivo y superfluo". Y eso es, y no otra cosa, lo que ocurre en el sistema educativo público, y más concretamente en la educación superior.

Como consecuencia de la propuesta de modificación del sistema de becas del ministro Wert, se han removido las aguas de la financiación de la enseñanza universitaria pública; se han ocultado realidades que a muchos les interesa silenciar a fin de fijar la atención en parcelas concretas, alejadas del verdadero problema que debería ser objeto de análisis.

Comprenderán ustedes que enzarzarnos en una discusión sobre si la nota mínima para la obtención de una beca ha de ser un 6,5, como propone el ministro, o un sencillo 5 es un tema menor (a mí me pedían un 7); hasta dedicarle tiempo y discusión resulta ofensivo, cuando no deprimente. El becario asume una responsabilidad social, al menos por su diferenciación respecto a quienes no lo son.

Sin embargo, la enfermedad del sistema no son las becas, que, aunque en cuantías nada despreciables, son una anécdota respecto al presupuesto de la educación universitaria pública en España. El problema se sitúa en el propio sistema, en el pretendido derecho a ser universitario y, lo que va más lejos, en el derecho consiguiente a recibir (aunque lo de recibir es un eufemismo) una enseñanza universitaria financiada en un ochenta por ciento, aproximadamente, por los impuestos que pagan los contribuyentes.

Lo que queremos decir, y esto es lo importante, es que todo alumno de una universidad pública es titular encubierto de una beca cuyo importe es el 80% del coste de los estudios, por lo que la aportación máxima del estudiante formalmente no becario es de tan sólo el 20% de dicho coste. Esto, sin embargo, no se considera beca, en el sentido formal del término, sino una gratuidad para todo el mundo –ricos y pobres–, por la que el sector público asume ese 80% del coste educativo con cargo al presupuesto público.

El resultado de este esfuerzo, que es de todos los españoles, no puede ser más descorazonador: titulaciones de cuatro años en las que se emplean siete años de media, o aquellas otras en las que se supone que cada curso necesitará de dos años y medio para su superación, son muestras bien elocuentes. ¿Qué hacen los estudiantes beneficiarios de esa financiación pública? Desde luego, estudiar no. Buena parte, ni aparecen por las aulas donde se supone que se enseña.

Y, digo yo, ¿tenemos que seguir pagando para nada? En economía hay un principio clarividente: "Lo que no se paga no se aprecia". Así, el sistema de financiación de la educación superior pública no es otra cosa que la financiación de la holganza. O sea, uno de los muchos despilfarros, revestido en este caso de gasto social; calificación que sólo procedería cuando hubiera aprovechamiento.

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