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José T. Raga

Un círculo vicioso

¿No tendrá mucho que ver la proliferación de corruptos con el hecho de la dilación de los procesos y con penas poco desincentivadoras de la actividad delictiva?

Tanto la comparecencia del fiscal general del Estado ante la comisión constitucional del Congreso como las declaraciones del portavoz de la Asociación de Fiscales han producido honda preocupación, sobre todo por cuanto puedan significar para un efectivo Estado de Derecho. A decir de los fiscales, la sobrecarga de asuntos, que no ponemos en duda, hace inviable la diligente actividad de la Fiscalía en su misión de una defensa real de la sociedad ante el delito y ante el delincuente.

Los remedios para salir de la situación presente son los que venimos oyendo desde hace ya no pocos lustros: falta de medios materiales y personales, reforma de las leyes procesales que permitan una mayor agilidad en los procesos penales, etc. Ha habido más medios y reformas legislativas, pero la acumulación es cada día mayor y los asuntos más complejos. En este sentido, consideración especial ha merecido la corrupción.

El fallo que se eterniza, situación nada excepcional, no lo es tanto por una carencia de medios como por una interpretación del principio indiscutible de la garantía procesal de las partes, más aún en los procesos penales, de suerte que acaban convirtiéndose en espacio privilegiado para acciones dilatorias, con gran escándalo para la sociedad, que también reclama aquellas garantías.

Junto a ello, la acumulación de asuntos agrava de forma notable lo que las dilaciones interesadas en los diversos procesos consiguen ya, sin precisar de mayor colaboración. Pero ahora, situándome en el campo de la economía, que es el mío, y desde los estudios tan fructíferos del análisis económico del derecho, me pregunto: ¿no tendrá mucho que ver la proliferación de corruptos con el hecho de la dilación de los procesos y, en su caso, con penas poco desincentivadoras de la actividad delictiva?

El delincuente –y el corrupto lo es en cuanto presunto delincuente– actúa motivado por un análisis, consciente o inconsciente, de coste-beneficio de su actividad. Si la probabilidad de que el proceso se inicie es aleatoria o al menos repleta de trabas e inconvenientes –no digamos si, además, se trata de aforados–, si el período de instrucción, de vista del juicio oral, de sentencia, de los recursos pertinentes de casación, en su caso también del potencial ante el Tribunal Constitucional, etc., no es de extrañar que el valor descontado al momento presente de los rendimientos del delito supere por un coeficiente multiplicador muy elevado a los costes esperados, también descontados al día de hoy, derivados de una sentencia condenatoria.

Así las cosas, los incentivos para delinquir pueden llegar a ser tan elevados –tanto en corrupción como en delitos comunes– que no es de extrañar la acumulación de asuntos a la que se referían el fiscal general del Estado y el portavoz de la Asociación de Fiscales. O dicho de otro modo: sólo con mayores medios y nuevas reformas no resolveremos el problema, mientras la Administración de Justicia no preste más atención a la sociedad dañada que a las socorridas garantías del delincuente.

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