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José Vilas Nogueira

Constitución, diálogo y lealtad

Por malo que sea cualquier acuerdo a que se llegue con los nacionalistas, peor será su posteridad, pues lo incumplirán cuantas veces les convenga.

Se puede pensar que una correcta arquitectura constitucional es un elemento secundario para el funcionamiento y la persistencia de un sistema político. Se puede, pero no se debería. Hay precedentes, como los de la República de Weimar o la Segunda República española (por no hablar de la primera), que justifican la impresión de que las deficiencias constitucionales pasan factura, más pronto o más temprano.

La Constitución española de 1978 es muy mala, aunque el explicable entusiasmo por la recuperación del régimen constitucional le haya ahorrado muchas críticas. Por un lado, añadió a la (infrecuente) constitucionalización del sistema electoral la opción por la representación proporcional, que incrementa abusivamente el peso en las decisiones de los pequeños partidos. Dada la exigencia de mayoría, tanto para la designación del Gobierno como para la aprobación de las leyes, en un sistema de tres partidos, en el que A tenga un 45% de los escaños, B, otro 45%, y C, un 10%, el peso de los tres partidos es el mismo. Y aunque esta situación se puede dar también en un sistema mayoritario, es mucho más probable en uno proporcional.

Otra gran deficiencia de la Constitución de 1978 ha sido la distribución territorial del poder. Aquella Constitución que constitucionalizó lo que no tenía que constitucionalizar (el sistema electoral), dejó en cambio a medio constitucionalizar lo que sí tenía que haber hecho: la distribución territorial del poder. El sistema de autonomías había nacido como régimen de privilegio (en el sentido etimológico de la palabra), para el "problema catalán" y, poco después, para el "problema vasco". Pero estos problemas suscitaron por emulación otros nuevos (el "gallego" y alguno más).

Se renunció a intentar remediarlos con un diseño cerrado de la distribución del poder; se renunció a intentar contrarrestar la fuerza centrífuga de las autonomías con órganos integradores de los nuevos poderes regionales en la gobernación del Estado (la denominación del Senado como Cámara de las autonomías es, vista su configuración y sus competencias, un mal chiste. Y visto lo que ha pasado desde 1978, una tragedia). Hoy todas las regiones son "naciones" o cosa parecida, y los partidos nacionales aparecen en todas partes como "agentes de Madrid". Su dirección nacional es crecientemente erosionada por sus aparatos territoriales. Aún no estamos en el "viva Cartagena", pero poco falta.

¿Justifica esto las posiciones de los nacionalistas disgregadores? No; todo lo contrario, contribuye a explicar su éxito. En el pecado de su cerrazón a encarar seriamente el problema de la distribución territorial del poder en 1978, la clase política nos ha llevado a la terrible penitencia de la situación actual. Los constituyentes actuaron sin licencia de la razón ni obediencia a principios nacionales ("après nous, le deluge", dijeron con Luis XV).

No optaron por ninguna posibilidad claramente definida: Estado enteramente unitario, Estado unitario con algunas regiones autónomas, Estado federal. Prefirieron un monstruo de Frankenstein, y además inacabado. Un legislativo y un ejecutivo típicos de un Estado unitario; preautonomías, que abrían la carrera a la generalización autonómica. Omisión de un reparto competencial definido. Y, lo que es más grave, se alimentó así una ficción que invertía la génesis y la legitimidad de la situación. Las Comunidades Autónomas no derivarían de la Constitución, sino ésta "debería ser" resultado de la voluntad de los "pueblos autonómicos" (!).

En síntesis, se creó una estructura de oportunidad para la deslealtad nacionalista. Y ahora, merced a Zapatero, también la socialista. Su última manifestación es el diálogo clandestino que mantienen PNV, ETA-BATASUNA y PSOE, en busca de una fórmula de "cosoberanía" entre "España" y el País Vasco. No me extenderé sobre esta expectativa, cuyo resultado catastrófico no exige mucho análisis. Me limitaré a señalar una obviedad. No hay diálogo, ni negociación posible sin un mínimo de lealtad recíproca. Por malo que sea cualquier acuerdo a que se llegue con los nacionalistas, peor será su posteridad, pues lo incumplirán cuantas veces les convenga. Por mucho que Zapatero y los suyos ponderen las virtudes del diálogo, imposible es mantenerlo con ellos, incapaces de mantener su palabra más allá de una semana.

Por eso, entre otras cosas, son importantes las constituciones y los tribunales que las hacen cumplir. Cuando aquéllas son malas o inadecuadas, el remedio es cambiarlas, no vulnerarlas.

En España

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