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José Vilas Nogueira

Interés compuesto y privatización de la Seguridad Social

La creencia en “el milagro del interés compuesto” es una estupidez, y las ideas estúpidas pueden generar comportamientos estúpidos, a veces de sentido opuesto al que perseguían sus formuladores

No soy economista. Por tanto, no debería intentar emular a Carlos Rodríguez Braun. Pero he cedido a la tentación, único modo, como dijo Oscar Wilde, de vencerla definitivamente.
 
En estas mismas páginas, don José Piñera, ex Ministro de Trabajo y Previsión Social de Chile y copresidente del “Proyecto para la Privatización de la Seguridad Social” del Cato Institute, publica un artículo, “Franklin versus Bismarck”, en apoyo del objetivo privatizador. Como se verá, no discuto el objetivo, sino el argumento utilizado para su justificación. En resumen, éste se sustancia en la contraposición entre los beneficios que la fórmula del interés compuesto –de aquí, la mención de Benjamin Franklin, pues, según el autor, atribuyó gran utilidad al “milagro del interés compuesto”– proporciona al individuo que financia de modo privado su seguridad económica frente a los perjuicios que le irroga la gestión estatal de este mismo objetivo, la seguridad social, y por ahí, la referencia a Bismarck, inventor de este sistema.
 
La invocación de la fórmula del interés compuesto como gran panacea económica me es familiar desde hace mucho tiempo. Siendo muy joven leí, además de otras más relevantes, alguna novela menor (en cuanto a mérito literario) de Pío Baroja. En La sensualidad pervertida, creo recordar, se describe un personaje, pobre diablo fracasado, que, entre sablazo y sablazo para remediar su presente miseria, predicaba fórmulas maravillosas que permitirían hacerse rico a todos y cualquiera. Dos eran las grandes ocurrencias de este desgraciado arribista. La primera, la cría sistemática de conejos. La segunda, la generalización de la imposición de dinero a interés compuesto. No me ocuparé de los conejos, pero, como percibirá el lector, la nota común a ambas ocurrencias reside en la persecución de una extraordinaria capacidad reproductora. “Aconejar” el dinero, hacer que el dinero se reproduzca, es viejo sueño alquimista (el dramaturgo flamenco Michel de Ghelderode, en una obra cuyo título no recuerdo ahora, ilustra esta quimera desde su tremendo estilo).
 
El que el dinero produzca dinero ha parecido casi siempre algo perverso, cuando no diabólico. Es la misma perspectiva de los alquimistas, aunque la valoración sea opuesta. En general, las religiones y las legislaciones han sido enemigas de la usura. Estas posturas arrancan de una percepción fetichista del dinero. Por ello, no comprenden que el interés no obedece a la superchería de atribuir capacidad reproductiva al dinero, sino que es la compensación de una privación que se impone el prestamista en beneficio del prestatario. Si yo le presto a usted 100 euros no me los puedo gastar en una buena comida o en la compra de un par de acciones de una prometedora compañía industrial o financiera. En particular, la tontería de atribuir propiedades mágicas o milagrosas al interés compuesto ha encontrado su contrafigura en valoraciones especialmente negativas. Muchas legislaciones, incluso modernas, lo han prohibido con especial énfasis. Pero, la prohibición del anatocismo, como es llamado en Derecho, sólo tiene algún sentido como protección del deudor en los casos de negligencia del acreedor en la reclamación en plazo de la deuda o en aquellos otros en que la propia deuda no estaba originariamente claramente establecida.
 
 
Sólo personas ingenuas pueden encontrar milagroso el interés compuesto, pueden ver en ello una forma de dotar al dinero de fertilidad conejil. Y sólo personas no familiarizadas con las fórmulas contables pueden encontrar esotérica su formulación matemática. Pero no hay milagro ni esoterismo. El interés compuesto significa simplemente la capitalización de los intereses devengados y no cobrados. Si yo le presto a usted 100 euros a un interés simple del 5% anual, la consecuencia es que, pasado un año, usted deberá devolverme 105 euros. Si yo le presto a usted 100 euros a un interés compuesto del 5% anual, la consecuencia es que, pasado un año, si usted no me devuelve 105 euros, usted dispone de 105 (no de 100) euros de mi propiedad y, lógicamente, en este segundo período el importe (no la tasa) del interés devengado por mí será de 5,25 euros (y no de 5). Y así sucesivamente. La notación matemática será:
 
Cf = Co (1 + i)t
 
donde Cf es el capital final, Co, el capital inicial, i, la tasa de interés, y t, el periodo temporal.
 
¿Qué tiene que ver, por tanto, el interés compuesto con las ventajas del aseguramiento privado de la seguridad económica? Rigurosamente, nada. Supongamos que yo puedo dedicar 1000 euros al año a garantizarme mi pensión de jubilación. Supongamos que los coloco en un fondo de pensiones que me paga un interés compuesto del 2% anual, pero supongamos que la tasa media de inflación a lo largo del período de imposición ha sido del 3,5%. Al final del período habré perdido dinero, sin que el supuesto milagro del interés compuesto haya podido evitarlo (el ejemplo dista de ser imaginario). Supongamos, ahora, que yo me quedo sin trabajo. No sólo no puedo detraer dinero para mi fondo de pensiones, sino que he de recurrir a él para cubrir necesidades más perentorias. No es que yo haya dejado de creer en las ventajas del interés compuesto; es que he de atender a la perentoria necesidad de comer, sin cuya satisfacción actual ni pensión, ni jubilación alcanzaré. Habré de meter mano a mi fondo de pensiones. Y si las condiciones en las que lo he acordado no me lo permiten habré de concertar un préstamo, con la garantía de mi futura pensión, al interés que determine el mercado, eventualmente superior al que me produce mi fondo de pensiones.
 
La creencia en “el milagro del interés compuesto” es una estupidez, y las ideas estúpidas pueden generar comportamientos estúpidos, a veces de sentido opuesto al que perseguían sus formuladores. Supongamos un país en el que la gente cree, como el señor Piñera, en aquel “milagro”. Sus ciudadanos son tan virtuosos como simples. Persuadidos del “milagro”, viven austeramente, ahorran cuanto pueden para colocarlo a interés compuesto y retrasan cuanto pueden la recuperación de sus capitales e intereses, pues con esa recuperación el “milagro” se acaba. Pero si no hay algunos dispuestos a invertir, a afrontar la cara negativa del “milagro”, a pagar intereses compuestos y no a cobrarlos, nuestros probos ciudadanos ya pueden ir empapelando sus casas con los billetes ahorrados. Sin embargo, la generalización del culto al interés compuesto determinará que, en esa sociedad, los dispuestos a invertir sean muy pocos. La austeridad y rigor de la vida ciudadana tampoco ofrecerá muchas oportunidades de negocio (esto ya lo señaló lúcidamente Mandeville). Quizá sólo el sector de pompas fúnebres tendría un cierto dinamismo, pues sólo a las puertas de la muerte recuperarían los devotos del interés compuesto sus capitales e intereses. Al final, la sociedad será triste, pobre y estacionaria. Y sus ciudadanos no serán mucho mejores que el siervo que escondió en un hoyo el talento que le dio su señor (Mateo, 25, 14-30).
 
No, las ventajas de la provisión privada de la seguridad económica no tienen nada que ver con el interés compuesto (puestos a decir disparates, un partidario del Estado de Bienestar podría argüir que también la Seguridad Social puede colocar sus fondos a interés compuesto). No, aquellas ventajas se fundan en algo más básico, son consecuencia y manifestación de la superioridad, en términos generales, de la iniciativa privada sobre la gestión estatal. Una mala argumentación, como la de Piñera, no favorece, precisamente, las tesis liberales. Fortalece las opuestas.

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