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José Vilas Nogueira

Política y economía

Mi única pretensión es recordar que no hay democracia si no hay separación del poder político y del poder económico. Y en este aspecto la situación española es cada vez peor

Ha habido teóricos muy ambiciosos que han pretendido encontrar una respuesta universal a la relación entre política y economía. El más conocido e influyente fue Marx. Sentenció categóricamente que el modo de producción determina inexorablemente las instituciones políticas y sociales y las formas de conciencia social (la “superestructura”). Cuando los marxistas han tratado de justificar empíricamente tan reduccionista sentencia, se han visto obligados a prolijas y abstrusas justificaciones de las excepciones empíricas. Lukacs lo resolvió donosamente, la verdad de la tesis de la determinación económica de la vida política y social no se evidencia por su refrendo empírico sino, paradójicamente, por sus sucesivas negaciones.
 
Si la historia niega la “teología materialista” (en contra de su petulante afirmación, lo que invirtió realmente Marx no fue la dialéctica hegeliana, sino una versión rudimentaria de la teología cristiana), peor para la historia, habrá que falsificarla. Pero. ¡y el placer dispensado por esta escolástica a modestos y obstinados profesores de filosofía, cuya vida sexual no siempre era muy excitante! En el terreno de la práctica revolucionaria los marxistas se volcaron en incidir en lo “determinado” (la superestructura) despreciando enteramente lo “determinante” (la estructura). En toda la historia de la humanidad, no hay ninguna doctrina que ofrezca mayor inconsecuencia.
 
En el extremo opuesto, algunos escritores posteriores postularon una virtual indiferencia entre tipo de régimen político y de sistema económico, lo que es todavía menos convincente que la posición marxista. Ciertamente, el capitalismo no es condición suficiente para la democracia, pero sí condición necesaria. En sentido opuesto, el socialismo es incompatible con la democracia. Sin propiedad privada y sin separación de poder económico y político no hay democracia.
 
Hoy se nos llena la boca con la palabra democracia. Los partidarios de cualquier posición, los contenedores de cualquier demanda, pretenden maximizar su legitimidad invocando la justificación democrática. Incluso los asesinos de la democracia justifican, paradójicamente, sus crímenes con la apelación a ella: los terroristas de ETA y otros “valientes” matarifes; los gobernantes que coartan la libertad de expresión; los gobernantes corruptos afanados en sus peculados... Pero, ¿qué es la democracia?
 
No hay una definición unánime. Sin embargo se pueden señalar algunos rasgos constitutivos, generalmente aceptados. La democracia es un régimen de convivencia de individuos libres. La libertad de los ciudadanos democráticos ha de poderse proyectar en libertades particulares, tanto en la esfera política como económica, sin otros límites que los establecidos por la ley en interés general (interés general que comporta una adecuada protección de las minorías). La democracia es igualmente un régimen participativo. El gobierno es elegido por los ciudadanos y responde ante ellos. En consecuencia, los gobernantes han de reconocer la legitimidad de una oposición política organizada y, periódicamente, han de someterse a procesos electorales que los confirmen o los releven en sus cargos. De aquí, la importancia de las elecciones en régimen democrático pero también la desgraciada tendencia a reducir la democracia a la mera celebración de elecciones. Sin embargo, la democracia es más que eso.
 
El entierro de Montesquieu, en el que se afanan tiempo ha los socialistas, no sólo arruina la independencia de la justicia (No es casualidad que el juez de Barcelona, que amenazó miserablemente a Jiménez Losantos, sea un juez “político”; accedió a la carrera por el tercer turno); entierra también la sabia percepción del señor de La Brède: cada tipo de régimen político tiene sus valores propios. La virtud democrática exige hombres moralmente libres, esto es, en aparente paradoja siervos de su conciencia. Con el hedonismo primario y la laxitud de conciencia típicos de nuestra progresía, ¿cómo puede haber democracia?
 
Pese a muchas afirmaciones en contrario, es requisito constitutivo de la democracia su reducción al terreno de la política. La economía, por el contrario, es del dominio de la sociedad civil. Su institución fundamental es el mercado, mecanismo cooperativo de asignación de recursos y de satisfacción de las necesidades individuales, que obra el “milagro” de conciliar los egoísmos individuales y el interés general. A partir de ahí, algunos partidarios extremos del liberalismo económico, los “anarcocapitalistas”, proponen la eliminación de la política. Pero tal pretensión es inconsistente. El mercado requiere agencias y normas de autoridad. No se entiende cómo los propios mecanismos del mercado pueden determinar agencias y normas que lógicamente los preceden. El mercado se basa en la propiedad privada; no la propiedad privada en el mercado.
 
El mercado no es una institución “natural”, ni todos los “mercados” son iguales. Un zoco árabe no se parece demasiado a un mercado capitalista y muchos de los méritos que a éste se atribuyen no le son aplicables. La eficacia cooperativa del mercado depende mucho de los valores que rijan la conducta de los que en él interactúan. No funciona igual un mercado de gente decente que de ladrones. Es necesario definir las prácticas admisibles y las que no lo son. Por incómodo que resulte, es necesaria una regulación autoritaria del mercado.
 
Tal necesidad se acentúa en nuestros tiempos por la enorme dimensión adquirida por las grandes corporaciones económicas, porque los Estados son frecuentemente los mayores consumidores de muchos bienes y servicios, por la complejidad producida por los desarrollos tecnológicos, etc. Se produce, así, una situación endemoniada. La vida económica es cada vez más dependiente de la regulación pública. Si los titulares de las instituciones y agencias reguladoras actúan al servicio de intereses y propósitos partidistas, un Estado puede condicionar enérgicamente la actividad de las corporaciones financieras o industriales, incluso aquéllas de gran tamaño (El ejemplo de la OPA de Gas Natural sobre Endesa es una buena ilustración). Pero, en aparente paradoja, la vida política es también cada vez más dependiente de las grandes corporaciones económicas (El gobierno de la Generalidad catalana no es mucho más que “el brazo político” de La Caixa).
 
Naturalmente, no tengo una solución para el problema. Mi única pretensión es recordar que no hay democracia si no hay separación del poder político y del poder económico. Y en este aspecto la situación española es cada vez peor, tanto respecto a nuestro pasado inmediato, como respecto de otros países más afortunados. El régimen zapateril ya no es una democracia, sino unademagogia, en la doble vertiente que ello comporta: uno, la seducción de las masas mediante apelaciones viscerales (a patrimonios identitarios; a la limpieza ideológica: contra los curas y los “semicuras”, que dijo el ético Savater); y dos, la oligarquización del poder en manos de caballeros de fortuna y de políticos, tan carentes de moral como de ilustración (Ah, y perdón por la crispación).

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