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Juan Antonio Cabrera Montero

Cincuenta años del Vaticano II

El 'Papa bueno' sabía que aquélla era la mejor herramienta, no exenta de riesgos, para lograr una verdadera renovación de la vida eclesial.

El 'Papa bueno' sabía que aquélla era la mejor herramienta, no exenta de riesgos, para lograr una verdadera renovación de la vida eclesial.

El 11 de octubre de 1962 se inauguraba en la basílica de San Pedro del Vaticano el vigésimo primer concilio ecuménico de la Iglesia católica. En una época en la que todo es histórico, en la que cada acontecimiento, por banal que sea, es considerado trascendental, el recuerdo de la celebración del Vaticano II puede no alcanzar el significado que realmente posee. No exageran quienes lo definen como un nuevo Pentecostés o como una brújula que orienta a la Iglesia en su actual tarea evangelizadora.

El 25 de enero de 1959, cuando no se habían cumplido siquiera tres meses del inicio de su pontificado, Juan XXIII transmitió a un pequeño grupo de cardenales su intención de convocar un concilio general que atendiera la urgente necesidad de replantear algunas formas anticuadas de exposición doctrinal y de proporcionar nuevas directrices de disciplina eclesiástica. El Papa bueno, experto conocedor de la historia de la Iglesia, sabía que aquélla era la mejor herramienta, no exenta de riesgos, para lograr una verdadera renovación de la vida eclesial.

El camino no fue fácil. A las dificultades logísticas y organizativas de una asamblea tan numerosa de obispos, expertos y observadores se añadieron las insidias de no pocos miembros de la curia romana, que intentaron frenar o al menos obstaculizar su celebración. Entonces –como ahora– abundaban los "profetas de calamidades" a los que hizo referencia Juan XXIII en su discurso de inauguración. Los malos augurios que presagiaban sus detractores no minaron el ánimo del Papa, que, como afirmó en la constitución apostólica Humanae Salutis, por la que se convocaba el Vaticano II, siempre creyó "vislumbrar, en medio de tantas tinieblas", no pocos indicios que le hacían concebir "esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y la humanidad".

Siguiendo la máxima teológica Ecclesia semper reformanda est, no siempre fácil de interpretar y aplicar, Juan XXIII se opuso tanto a un modelo conciliar de lucha –Trento– como a uno de resistencia y oposición al mundo moderno –Vaticano I–. Su intención fue renovar la Iglesia, purificarla, interpretar adecuadamente los signos de los tiempos, establecer un diálogo sincero con la sociedad contemporánea sin traicionar el Evangelio ni renunciar a la riqueza de la Tradición y allanar el camino de la unidad con las comunidades cristianas no católicas.

La convocatoria del concilio había sorprendido a muchos dentro y fuera de la Iglesia, si bien es cierto que en el pontificado de Pío XII se habían producido los primeros pasos pro reforma, importantes aunque tímidos. Más sorprendente aún fue el desarrollo de la asamblea conciliar. La libertad con la que se desarrollaron los debates constituye un modelo de cómo una institución tan jerarquizada como la Iglesia católica es capaz de lograr el objetivo de reformarse sin traicionarse a sí misma ni desmoronarse. Se votaron todos y cada uno de los pasos que se daban, tanto los meramente formales o metodológicos como los doctrinales. Cada uno de los documentos que aprobó el concilio fue sometido a votaciones parciales y totales, no sólo en su redacción definitiva sino en sus esquemas previos. Ni Juan XXIII ni su sucesor, Pablo VI, obstaculizaron el libre debate en las asambleas plenarias y en las reuniones de las diferentes comisiones que estudiaban y preparaban los textos.

Se logró así un corpus de documentos que configuró, a partir de entonces, la Iglesia contemporánea: cuatro constituciones que representan, en cierta manera, el armazón de las enseñanzas conciliares sobre la revelación divina, la liturgia, la propia Iglesia y la presencia de ésta en el mundo contemporáneo; nueve decretos que tratan temas más delimitados: los medios de comunicación social, el episcopado, el ministerio y la vida sacerdotal, la formación sacerdotal, el apostolado laical, la renovación de la vida consagrada, el ecumenismo, las Iglesias orientales y la actividad misionera de la Iglesia; y tres declaraciones, un tipo de documento inédito hasta entonces en la tradición conciliar que está destinado a toda la humanidad y no solamente a los fieles católicos: sobre la educación cristiana, sobre la libertad religiosa y sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

La clausura oficial del concilio, en 1965, no supuso el final del mismo. Un acontecimiento de estas características no tiene su objeto en sí mismo, sino en la propia vida de la Iglesia. Fue a partir de entonces, en el período de recepción de las conclusiones, cuando las enseñanzas se hicieron efectivas. La historia enseña que la aceptación de un concilio no es automática, que se requiere un período de explicación y asimilación. Nunca es fácil, tampoco lo fue en aquella ocasión: a las circunstancias sociales, tan traumáticas a finales de los años 60, se unieron las divergencias en el seno de la Iglesia entre aquellos a quienes el concilio les supo a poco, aquellos que sintieron cómo la Iglesia se había traicionado a sí misma y aquellos que permanecieron indiferentes. Si se pregunta acerca de las novedades que introdujo, a menudo sólo se señala la reforma litúrgica –que por otra parte había ya comenzado en tiempos de Pío XII– y se dejan de lado dos aspectos realmente importantes: uno ad extra, el nuevo modelo de relación entre la Iglesia y el mundo contemporáneo, y otro ad intra, la reforma de la propia vida eclesial.

El período de crisis que siguió al concilio indica la magnitud de las reformas adoptadas. Cincuenta años más tarde se constata que su riqueza aún no se ha agotado y que queda mucho por aprender de él, conociéndolo y poniéndolo en práctica.

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