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Juan Carlos Girauta

El espíritu de los tiempos

Si empezamos a manosear la Monarquía, o a pasarla gratuitamente por el tamiz del “espíritu de los tiempos”, se nos va a quedar en nada: su justificación está en la tradición, que es exactamente lo contrario al espíritu de los tiempos

Empieza a cansar la cantinela de que el 57.1 de la Constitución discrimina a la mujer. A ver si nos vamos enterando: todo el Título II, “De la Corona”, discrimina la mujer… y al hombre. Discrimina a quien no se encuentre entre “los sucesores de S.M. Don Juan Carlos I de Borbón”. Esta injusticia, inherente a la Monarquía, viene en la misma norma que reconoce y garantiza nuestros derechos y libertades. La legitimidad democrática de la institución deriva de esta incorporación. Nada más. Y nada menos.
 
De forma prudente, los constituyentes no quisieron que se removiera el asunto. Por eso incluyeron el Título II entre las disposiciones que exigen dos tercios de cada Cámara para ser reformadas, con inmediata disolución de las Cortes, ratificación de la decisión más estudio del nuevo texto por las nuevas y, finalmente, ratificación de la reforma mediante referéndum.
 
Si empezamos a manosear la Monarquía, o a pasarla gratuitamente por el tamiz del “espíritu de los tiempos”, se nos va a quedar en nada: su justificación está en la tradición, que es exactamente lo contrario al espíritu de los tiempos. El jugueteo atolondrado con la Corona –aunque sea para hacerla más simpática y más guay– conduce inexorablemente a cuestionarla de raíz, que es lo que van a hacer algunas formaciones políticas a las que no hay manera de aplicarles el “hablando se entiende la gente”. Pero ojo, si España, en vez de seguir el sistema de canciller (sin la etiqueta) fuera un régimen presidencialista a la francesa o a la americana, la legitimación extraordinaria de un jefe del Estado avalado por el sufragio universal habría funcionado como muro de contención ante la disgregación nacional, abonada a las imperfectas mayorías parlamentarias.
 
Por otra parte, los zapateros y zapateras empecinados en entroncar la legitimidad de nuestra democracia con la Segunda República quizá se lo tengan que pensar dos veces cuando se decidan a leer un poco y se encuentren con que, en 1931, el parlamento constituido en tribunal dictó un fallo que, amén de declarar al abuelo de nuestro rey culpable de alta traición, extendía la degradación a sus sucesores: “Don Alfonso de Borbón será degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos (…), de los cuales, el pueblo español (…) le declara decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores”.
 
Por el bien de todos, deberían dejar de manosear la historia los que buscan disfrazar sus actuales fechorías. Y, a poder ser, los afectados también deberían renunciar a ponerse estupendos con “el espíritu de los tiempos”.

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