Ya han llegado los de la gasolina. Merodean por Cope Barcelona, invocan a Terra Lliure en sus pintadas adolescentes. Siempre aparece gente así cuando se agita lo suficiente. Los habían precedido en el insulto, la provocación y la coacción a la emisora ciertos extraños visitantes de la capital, enmascarados, encadenados a sus propios prejuicios, expuestos a cámaras convenidas, actuando bajo la experta batuta agitadora de unos tipos que merecerían protagonizar el remake de Dos tontos muy tontos.
Acabaron todos refugiándose en el Congreso de los Diputados, que es una forma como otra cualquiera de escupir a la soberanía nacional. Pudieron hacerlo, y lo hicieron, en la convicción de que la opinión pública catalana lo justificaría, lo comprendería y, con suerte, lo aplaudiría; no en balde llevaban los medios de comunicación locales un par de meses de acorralamiento y etiquetado del único que se atreve a cuestionar las premisas intocables del oasis. Campaña que empezó al comprender el ministro Montilla que su condición de puente entre el PSOE y el PSC, entre el gobierno y el govern, encontraría ciertos problemas debido a la incómoda circunstancia de que no todos los creadores de opinión obedecen al poder.