La generosidad demostrada por Usa con los perdedores de la Segunda Guerra Mundial no sólo alcanzó a Alemania y Japón. El mayor beneficiario fue Francia, a quien, de entrada, prefirió tratar como a un victorioso aliado, pudiendo haber hecho lo contrario. La Historia se adaptó a las conveniencias de nuestro humillado vecino, echando una capa sobre sus vergüenzas bélicas, su dócil sometimiento y su contribución al Holocausto, iluminando el mito de la Resistencia y confiriendo el protagonismo al general visionario que con un puñado de soldados tanto había vociferado desde Londres.
Es más, Francia entró en el orden de la posguerra –cuyo decorado institucional perdura en Nueva York en forma de aletargada burocracia, de agencias inútiles, de estrafalarias “igualdades soberanas”– como una pieza clave al obtener sin merecimiento alguno la condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. La firme decisión de no mover fronteras y el equilibrio bipolar permitieron una larga estabilidad mundial no exenta de conflictos regionales. Pero, en términos generales, la cosa funcionó y la ONU pudo tutelar en los sesenta un proceso ordenado de descolonización. En la década siguiente aparecieron los primeros signos de obsolescencia. La lógica que los analistas y estrategas empresariales han entendido y asumido desde que la estabilidad mundial empezó a tambalearse con la crisis del petróleo a mediados de los setenta no ha penetrado aún, treinta años después, en los despachos y salones de las Naciones Unidas.
El mismísimo punto primero, artículo primero, título primero de la Carta de las Naciones Unidas establecía como principal propósito de la organización “mantener la paz y la seguridad internacionales”. El bloque comunista se hundió y acabó una era, pero la institución que ordenaba y articulaba las relaciones de la comunidad internacional permaneció inalterado en su estructura. Si en Kosovo ya resultó evidente que dicha estructura resultaba completamente inadecuada para cumplir su principal propósito, la segunda guerra de Irak ha certificado su defunción. El finado sigue por inercia con su viejo discurso centro-periferia, repantigado en el relativismo cultural que alumbró la Unesco con la inestimable colaboración de Mayor Zaragoza, un personaje capaz de pasar del franquismo a la antiglobalización sin que se le tuerza la corbata.
Muchas voces exigen que la transición en Irak se gestione sin la molesta tutela useña. Pero los iraquíes saben de sobras que el botín de neveras, teléfonos y ordenadores que acaban de arrebatar de las vacías instalaciones de UNOVIC en Bagdad es lo único que sacarán de la ONU. Putin, Schröder, Chirac y Zapatero se disponen a embalsamar y maquillar el cadáver exquisito (con perdón de Breton) para hacernos creer que el muerto sigue vivo.
Juan Carlos Girauta es abogado, MBA y consultor.
En Internacional
0
comentarios
Servicios
- Radarbot
- Libro