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España es un país tan viejo que se puede permitir regodearse con sus más disparatadas caricaturas sin quebranto de sus convicciones. El español no tiene que convencer a nadie de su condición. Por eso no cabe hablar de nacionalismo español. No existe tal cosa. El español será patriota o no, pero cuando niega a España incurre en una de las formas más arraigadas del ser español. Soportamos de antiguo, ora impertérritos, ora divertidos, nuestras propias chanzas, mofas y escarnios. Nos complace, por tortuosas razones, contemplarnos en espejos deformantes, los deslumbrantes espejos valleinclanescos o los cochambrosos espejos de Santiago Segura.

Pero esa España chusca, casposa y esperpéntica que tan bien rinde en pantallas y escenarios, desapareció definitivamente en algún momento del siglo XX. Guionistas de dudoso ingenio o venenosos políticos periféricos podrán seguir tirando del estereotipo del facha futbolero, autoritario, lerdo y ganapán. Pero esa España ya no existe. Bueno, está el PNV.

Nada queda de los espantajos contra los que el nacionalismo desahoga su inevitable frustración, salvo el nacionalismo mismo. Arzallus es Torrente. El suyo es el partido de Carpanta y ¡ay! de la tía Tula, son una secuela del siglo XIX, del desgraciado noventa y ocho y de la posguerra. Han sido el bandolero y el fanático, el antiliberal y el cura del trabuco. Su mundo está poblado de fantasmas: los que ellos reivindican y los que pretenden conjurar. Sus mitos de noble pueblo milenario, sus fundamentalismos de la casa del padre han sido suficientemente desenmascarados por Juaristi. No hace falta insistir. Lo curioso es que ellos en exclusiva representen ahora la España contra la que dicen rebelarse. ¿Dónde habita hoy el reflejo cainita, los garrotazos a muerte, enterradas las piernas y el raciocinio? ¿dónde el oscurantismo de raíz católica, la brutal zafiedad del racismo analfabeto?

Hoy son compadres de los terroristas, desechos de una barbarie superada. Hermanado con el marxismo-leninismo de ETA y aledaños, el PNV es el último reducto del fascismo en Europa, la rama podrida y condenada del árbol español. Comparten sin escándalo intereses y estrategias con los asesinos mientras mantienen a escondidas viva la llama de su origen: el racismo, la lógica del exterminio y hasta la frenología.

Cualquier otra rama del árbol político español vale más que la suya: populares y socialistas son infinitamente más valientes, y la firmeza moral que les impide romper la baraja –a pesar de las amenazas y de las balas–, ellos no pueden ni soñarla. La misma distancia había ya en los treinta: los comunistas no intentaron venderse como ellos, los falangistas fueron más sutiles y menos fascistas. Nadie ha llegado tan bajo en la España contemporánea como los herederos del orate Arana. Simpleza, paranoia y cobardía los distinguió y los sigue distinguiendo.

Desde hace algunos años –desde Lizarra– les cae una detrás de otra, pero algo les impide aprender. Su referente es Castro, en el fondo persiguen el fracaso, por eso se parecen tanto a nuestras viejas caricaturas raciales. La España blasfema y beata, la obstinada en el error, la amenazante y tosca se resiste a abandonar la cabeza de Anasagasti, como una peineta delatora.


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