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Llegó Maragall hablando de dramas y en ello sigue. Drama previó en su investidura si el Estado no se avenía a sus pretensiones, plasmadas por los socialistas catalanes en unas bases para el nuevo estatuto que incluyen la ruptura de la unidad del poder judicial y la representación exterior de Cataluña.
 
Desalojado del poder el PP, partido en torno a cuya exclusión se cimentó la alianza entre socialistas e independentistas, ese Estado al que hay que doblegar lo gestionan los conmilitones de Maragall. Por eso ahora, al volver a la carga con el drama, su arma favorita, apunta al presidente del PSOE, y le envía el amistoso consejo de que no caiga en “la tentación fácil de rechazar la existencia de diferencias”. El error sería... ya lo saben, “dramático”.
 
Desde el principio de su mandato anunció la irreversibilidad del proceso que ponía en marcha; lo llamó “camino sin retorno”, acaso sin reparar en lo que esa imagen significaba: que consideraba a su gobierno más legítimo que los que pudieran venir detrás; que se arrogaba un papel que desborda las competencias de un presidente autonómico, pues sus planes exigen una reforma constitucional que es imposible sin consenso nacional (nacional en el sentido auténtico, no en el que él le da).
 
Maragall se ha convertido en una pesadilla para su propio partido, que estaría mucho más a gusto sin sobresaltos periféricos, inhalando indolentemente el humo del republicanismo de Pettit y exprimiendo los frutos demagógicos del huerto sectorial, anticlerical y diverso. Los socialistas no creyeron que fueran a ganar las elecciones generales hasta la tarde del 14 de marzo. El nuevo escenario político les pone en la tesitura de frenar a su compañero, trabajo para el que estaba destinado Rajoy. Comprenden ahora que alimentaron demasiado al agorero incontinente y que no fue una buena idea usarlo como un elemento más de marketing político en la reconfección de su maltrecha identidad.
 
Ellos, no el PP, arbitrarán el proceso que sus compañeros catalanes y sus socios independentistas encaran como un cambio de régimen en toda regla. Cuando la presión de Maragall resulte insoportable y sus dramáticas amenazas no sean para pasado mañana sino para hoy, saldrá Zapatero en plan gibraltareño y le pedirá más tiempo y más diálogo. Ya verá lo que se encuentra. Aunque el problema con Maragall lo tengamos todos, es a los suyos a quienes les ha tocado desactivarlo. Si no saben o no quieren hacerlo, la voluntad de un solo partido –en la oposición- no detendrá el embate del nacionalismo disgregador, que jamás ha retrocedido un solo paso en el último cuarto de siglo.

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