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Según creencia común basada en la triste experiencia, a la empresa familiar catalana se la acaba cargando la tercera generación. La heroica fundación corresponde al abuelo –al que llamaremos Josep– que vino de Francia e inició un proyecto desde la nada, le dio cara y ojos y lo puso a rodar. Jamás perdió las formas ni el sentido común. Después vino una larga y fructífera gestión del padre –pongamos Jordi–, un hombre huraño y algo acomplejado, pero muy inteligente y trabajador, que consolidó el negocio, lo hizo competitivo, abrió mercados, diversificó la oferta, mejoró la producción y confirió gran prestigio a la marca. Se jubiló vencido por la edad y por el agotamiento.
 
El hijo –digamos Pasqual–, acaba de ocupar el despacho presidencial. Ha estudiado en el extranjero y exhibe títulos de postgrado. Es un poco extravagante, pero todos atribuyen sus boutades al estilo propio de los nuevos tiempos. A los veteranos no les gusta su discurso, les parece poco consistente, lo juzgan inmaduro. Las tietes, primos y abuelas lo disculpan: “es joven, ya aprenderá”. Pero los demás señalan la evidencia: “el chaval hace ya tiempo que está en edad de prejubilarse”.
 
La tercera generación presenta indefectiblemente ciertos rasgos en su conducta. El poder se le sube a la cabeza en la mismísima toma de posesión; plantea ciertas medidas radicales que deben ser adoptadas con urgencia, y, lo que es peor, las formula entre veladas o abiertas amenazas, algo achacable, dicen las tías, a la inseguridad. Los accionistas mayoritarios, la casa matriz, le lanzan inequívocos mensajes mientras una parte importante del mercado se cabrea de lo lindo por los modales del recién llegado, quien, por cierto, ha puesto los departamentos clave en manos de unos amiguetes ajenos a la familia. Carecen de formación y son aun más raritos que el presidente, pero parece que le tienen cogido por algún sitio, según alardea el consejero delegado. La nueva directiva compite en el reparto de cargos a sus hermanos, de desconocido currículum, y cae en el espantoso ridículo de asignarles un sueldazo que supera al del Presidente del Consejo de Administración de la empresa matriz.
 
El nuevo equipo promete una pronta y general subida de salarios que tiene la obvia finalidad de despertar las simpatías del personal, pero ni siquiera se han tomado la molestia de ir a ver cómo está la caja. No hay dinero; consiguiente desmotivación de la plantilla. A las pocas semanas están peleados con todo el mundo: exigen competencias que desbordan los ligámenes históricos y contractuales con la matriz, sembrando el desconcierto entre sus dieciséis socios estratégicos. A los proveedores los tienen fritos. Les conminan a alterar el etiquetado, algo de dudosa legalidad que, además, encarece inútilmente los costes. Si no se avienen a sus deseos, dejarán de comprarles. Lanzan la misma amenaza a una multinacional holandesa que desea cambiar la ubicación de una de sus fábricas.
 
La familia comprende que los recién llegados sólo conciben el poder como abuso, que desconocen el verdadero sentido de la autoridad. Expertos consultores, competidores, empresa matriz, socios estratégicos y organizaciones de consumidores cautivos adivinan a lo lejos la sombra de la fatal tradición: la tercera generación reventará la empresa.

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