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Como el año se presenta difícil para los que defendemos la idea de España en la irritada periferia, no sería mala idea sentar algunas premisas para saber a qué atenernos. Por preocupante que resulte el cuadro final.
 
En primer lugar, nos enfrentamos a amenazas serias de grupos con grandes cuotas de poder y muchas posibilidades de ganar. El país estaba más o menos preparado para enfrentarse a la fuerza centrífuga vasca y el principal desafío nacional hasta hace un mes era cómo gestionar los hechos consumados del plan Ibarreche. Nadie parecía contar con un desafío mayor en Cataluña, con la normalización social y mediática del secesionismo a partir de un proyecto planteado desde la legalidad de las urnas y la legitimidad del rechazo a la violencia y al discurso del miedo. Y mucho menos se esperaba que ese proyecto lo encabezaran nominalmente los socialistas a través del hombre con mayor ascendiente sobre Zapatero.
 
En segundo lugar, constatamos que el proyecto del tripartito ha provocado inmediatamente una marea de esperanza e ilusión en Cataluña que dice muy poco acerca de nuestro supuesto seny. La euforia, más allá de adscripciones políticas, de la sociedad catalana ajena a la tarta pujolista, o cansada de su viejo sabor, es evidente en despachos, restaurantes y reuniones de amigos. Votantes independentistas, socialistas y neocomunistas, pero ojo, también populares, están disfrutando de lo lindo con la desairada salida del poder de los incrustados de Mas y Durán. Tanta alegría ciudadana ha cogido por sorpresa a los medios de comunicación catalanes, que a trompicones están adaptándose a la realidad de la calle.
 
Tercer punto: los independentistas están ganando la batalla del lenguaje en Cataluña y empiezan a ser tomados por modelo en el País Vasco. Discursos y consignas propias de un pequeño partido marginal por el que nadie daba un duro han sido incorporados por sus socios de gobierno, donde ya existía un caldo de cultivo que nadie quería reconocer en el independentismo de salón del círculo íntimo de Maragall. Se están imponiendo mensajes que obligarán a Madrid a una puesta al día en el discurso: ellos no son nacionalistas; los nacionalistas son los de CiU; en la Cataluña independiente se respetará el castellano, etc. A todo esto, es muy difícil negar su pretensión de ser un gobierno para todos cuando representan desde lo más radical del antiespañolismo hasta lo más tradicional del viejo obrerismo del PSOE en el cinturón industrial.
 
Por fin, su proyecto aprovechará minuciosamente todas las vías legales dirigidas a un cambio del marco institucional español. Las tres formaciones, con su holgada mayoría absoluta en Cataluña, se disponen a explotar todos los resortes del poder autonómico, que son muchos, pero también su capacidad de presión sobre el PSOE, al que ya han comenzado a escorar hacia sus objetivos, el más importante de los cuales, el decisivo, es la aceptación de que el pueblo catalán es un sujeto jurídico-político que puede decidir su futuro. Es decir, la negación no ya de la Constitución sino de España, fundamento de aquella.
 
Esto es lo que hay, nos guste o no, y dibuja un escenario ciertamente extraño en el cual ni siquiera resultará decisivo lo que haga un gobierno del PP con mayoría absoluta. Es el PSOE el que se ha salido del sistema y a él corresponde volver.

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