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Juan Carlos Girauta

Nesciencias

el verdadero peligro radica en los innumerables poseedores de bibliotecas que van de los diez a los treinta ejemplares, sin incluir inofensivos recetarios de cocina ni guías de Finlandia

Ha escandalizado ligeramente que Victoria Adams no haya leído nunca un libro, o que lo reconozca. Más raro habría sido que especulara en Chic sobre el canon occidental. Casi al mismo tiempo, un cantante asturiano confiesa la misma carencia. ¿Hay motivos de preocupación? No. Los seres que confiesan alegremente este tipo de cosas exhiben una inocencia angelical y se sitúan fuera del tiempo, o en otro tiempo. La modernidad –y no digamos la posmodernidad– exige ciertas referencias, coordenadas o anclajes en una cultura que excede la generosa acepción antropológica. Saber de estas exigencias cuando se padece alergia a la letra impresa es cuestión de malicia. No es el caso de la mujer del futbolista. Ni del propio futbolista, que no la ha advertido de la inconveniencia de difundir ciertas verdades.
 
El peligro no está en ellos. Tampoco, como suele afirmarse, en los que sólo han leído un libro. No es posible prender a estas alturas ningún fuego con la sola asistencia, pongamos por caso, del libro rojo de Mao. Ni con un mero libro sagrado. ¿Habrá que insistir en que los principales responsables del 11-S, 11-M y 7-J eran licenciados? Aunque en España es posible obtener ese grado sin haber recorrido nunca un libro entero. Digámoslo ya: el verdadero peligro radica en los innumerables poseedores de bibliotecas que van de los diez a los treinta ejemplares, sin incluir inofensivos recetarios de cocina ni guías de Finlandia. Ni, ya puestos, el Larousse, que tanto juego le puede dar a un catedrático arabista.
 
En esa tierra de nadie, en ese tránsito congelado de la ignorancia al conocimiento: ahí es donde deberían encenderse todas las alarmas, especialmente si los parcos anaqueles sostienen los ejemplares, ¡leídos!, de un par de best sellers de un brasileño, otro par de un Nobel portugués (¡es buenísimo! –exclamarán al despertar de la siesta inducida), la denuncia de una fabulosa conspiración judeoamericana firmada por un ufólogo, las conversaciones de un ex presidente con un consejero delegado, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, una pieza contra el Vaticano, unos cuentos de Cortázar que venían con el diario del domingo, una obra sobre los agujeros negros repudiada por su autor, Cómo ser nosequé y no morir en el intento, etc.
 
La azarosa formación de este arsenal –que sólo se desactiva con más libros– justifica la presencia esporádica de literatura. Y de manuales de contabilidad. Recientemente se ha añadido un Quijote, que presenta huellas en las cinco primeras páginas. Este pequeño pastiche, este alijo, esta mínima base de operaciones sostendrá años de suficiencia, de opiniones infundadas, de apostillas de inteligencia, de indignación moral, de desdén.

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