El tal Puig se ha erigido en conductor, guía y mentor de asaltantes de piscinas, asediadores de medios y camorristas varios. En mentor y en mentón… bueno, dejémoslo en perigallo. Cuando él o Tardà suban al estrado del Congreso para iluminar a la nación con su elocuencia y su verbo persuasivo, que nadie olvide en qué consiste su verdadera actividad. Los chavales de las caretas tienen un pase por su edad. Cuando pienso en el imbécil –en términos políticos– que fui en mi adolescencia, casi lo comprendo todo. Pero lo de Puig y Tardà no hay por dónde cogerlo.
Si no se dedicaran a asaltar propiedades privadas, si no se prevalieran de su cargo para amedrentar a periodistas, la compasión por sus obvias limitaciones me impediría escribir sobre ellos. Es cierto que provocan vergüenza ajena cada vez que abren la boca, pero, por otra parte, todo el mundo es consciente de ello. Son hombres anuncio que proclaman la miseria intelectual de sus posiciones, son homenajes andantes a la indigencia política. La compasión se apaga cuando se nos aparecen en actitud de Anacleto Agente Secreto coordinando la fantochada de los encadenados. Montilla apunta y la Esquerra, ay, se pone en marcha. ¿Dónde tienen el límite?
A estos nuevos Bouvard et Pécuchet les convendría recordar que les sostiene el 2’5 % del voto español. Lo peor que podría sucederles es que a los simpatizantes del Partido Popular –organización con más militantes que votantes tiene la Ezquerra– se les ocurriera imitarles y recurrieran a la acción directa, a la algarada callejera, a la ocupación de viviendas de periodistas adversos, al acoso a medios de comunicación antipáticos, a la provocación en la calle. ¿Son conscientes Puig y Tardà de cómo podría acabar esta fiesta si sus adversarios recogen el guante y juegan durante unos días a su juego?