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Hay que reconocerle a Gallardón un esfuerzo en la luminotecnia, y a todos gran esmero en el vestuario, la parafernalia, el entoldado y aun en el condumio desconstructivista. Siempre que no crezca la marea postmoderna, que se empieza fantaseando con el aire de zanahoria y se acaba volatilizando la gravedad del cargo venidero. De ahí que con las cosas de comer no se juegue. Ni con la honrada tortilla de patatas ni con la caja única de la Seguridad Social. Ni con la representación exterior del país ni con los otros atributos de soberanía.
 
Ni el rey es soberano lo es el pueblo ni el heredero juega papel relevante en el entramado institucional que diseña la Constitución. Cuando lo juegue, será su cometido principal simbolizar la unidad y permanencia de España. Se abstendrá el príncipe (entiéndase dicho al maquiavélico modo; nada más lejos de mi voluntad y posibilidades que aconsejar a S.A.R.) se abstendrá, digo, de ostentaciones vanas que pudieran herir a la parte del soberano pueblo que no ha sido tocada por la abundancia. Un callar prudente será preferible a la disquisición y al giro coloquial. Gentes taimadas podrían convertir sus palabras en eslogan de pancarta. Hablando se entiende la gente, pero callando se entiende a veces más.
 
Cuando llegue el momento, ajustándose a lo que simboliza honrará el cargo y preservará la dinastía, que no hay mayor diligencia real que cumplir la ley de leyes, y el estilo con que esto se haga es cosa baladí que no importa sino a cortesanos despechados. Guárdese de ellos. La unidad y permanencia de España lo es de todo su territorio, no siendo la patria estaño maleable ni troceable vaca. Para ser símbolo ha nacido, crecido y recibido esmerada educación y notable techo. Simbolice pues cuando llegue la hora (empiece a simbolizar, si gusta, de antemano, que nunca está de más), y los republicanos que no queremos mezclarnos con republicanos lo defenderemos con uñas y dientes amén de respetarlo, pues el respeto va de suyo. Y, sobre todo, tendremos por bien sufridos estos días de mayo que nos han convertido las calles en una tarta nupcial, las pantallas en una reverencia y la monarquía en un sueño austrohúngaro y febril.

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