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Juan Carlos Girauta

Un destino judío

Cuando pasen los siglos, personajes y decisiones contemporáneos tendrán su medida moral en el modo en que se relacionaron con Simon Wiesenthal, a quien espera ya la tierra definitiva de Israel

En el siglo XX y en Europa, gentes de toda condición, profesionales liberales, profesores, obreros, funcionarios, comerciantes hasta entonces respetables, vieron desaparecer –sin preguntarse nada, sin hacer nada– a otros profesionales liberales, profesores, obreros, funcionarios y comerciantes, con sus familias, para tomar los trenes que conducían a su muerte y, con ella, a la muerte de la razón ilustrada.
 
Del Mein Kampf al Partido Obrero Nacional Socialista, antes de que Hitler alcanzara el poder el antisemitismo era inseparable de su proyecto y de su visión del mundo. Se mezclaron las viejas teorías conspirativas con la jerga científica y todo acabó explotando en una catástrofe de pasividad, de aquiescencia ante la animalización de un pueblo entero. El pueblo de Abraham y de Isaac, el pueblo de Jesús y de María convertido en una plaga de bacterias a exterminar.
 
Individuos con nombres, apellidos, graduación y voluntad se encargaron de separar a los judíos, de señalarlos con la estrella de David, de concentrarlos, de esclavizarlos hasta la muerte, harapientos y desnutridos, en siete jornadas de trabajo extenuante a la semana. Como no parecía suficiente, se dio un paso más al estallar la guerra: la solución final. La guerra, en definitiva, era culpa de “la comunidad financiera judía internacional”. ¿Les suena?
 
Llegan las pruebas del monóxido de carbono y el Zyklon-B, los batallones de ejecución, las piras de judíos vivos. Y llegan los campos de la muerte. La ingeniería, la química, la planificación, la contabilidad y el procesamiento de datos: la industria aplicada al exterminio. La retaguardia alemana comenzó a recibir centenares de miles de relojes, trajes y estilográficas. ¿De dónde llegaban? El infierno existe, como sabe cualquiera que haya visto los dientes de oro amontonados, las monturas de gafas, los libros de piel de judío, el jabón de judío.
 
El mundo y su sentido se habrían derrumbado si no hubiera existido un hombre llamado Simon Wiesenthal. Observen bien su rostro en las fotografías; él sostuvo la racionalidad y el significado de las cosas. Si tras la guerra no hubiera permanecido cerca de Mauthausen, si el destino no le hubiera impedido quitarse la vida, si no hubiera asumido la tarea sobrehumana de contener el olvido, de apartar el conveniente manto que extendía la naciente guerra fría, hoy viviríamos en un mundo indigno.
 
Desde Viena, sin rencor, minuciosa y apasionadamente, salvó para empezar al pueblo alemán. También salvó la memoria y el concepto de justicia. Acumuló información e instó a los gobiernos a actuar contra más de mil criminales de guerra. Cuando pasen los siglos, personajes y decisiones contemporáneos tendrán su medida moral en el modo en que se relacionaron con Simon Wiesenthal, a quien espera ya la tierra definitiva de Israel.

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