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Juan del Muro

Y clara la pena

Existen algunos raros libros que tienen el extraño poder de cambiarte, de dinamitar prejuicios. En mi caso han sido tan sólo dos, Extranjeros en su país, de Antonio Robles y Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn.

Cantaban los niños
Canciones ingenuas,
De un algo que pasa
Y que nunca llega:
La historia confusa
Y clara la pena.

Antonio Machado
No soy, por educación, por convicción ni, probablemente, por naturaleza, demasiado propenso a manifestar públicamente mis afectos más arraigados. Uno se ha acostumbrado ya hace mucho a esa especie de máscara impermeable que te permite andar cómodamente por la vida sin mostrar más que el propio disfraz. 

Disculpen que hoy sí manifieste tales afectos. El límite de lo soportable, el artículo que Javier González publicó recientemente en un periódico digital me obliga a ello.

Supe de Antonio Robles a principios de la década de los noventa. Un compañero de trabajo me pasó furtivamente un taco de hojas fotocopiadas apenas cosidas con unas grapas. Era una copia de Extranjeros en su país, que por aquellos tiempos circulaba de mano en mano desafiando una censura más eficaz de lo que muchos sospechábamos.

El libro me despertó de mi sueño dogmático. No se me ocurre otra manera de expresarlo. Antonio Robles me hizo ese inmenso favor. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.

Era lo obra de un disidente, de un ciudadano que, armado tan sólo con su vieja –supongo– máquina de escribir, se atrevió a desafiar, él sólo, a un poder que, por aquel entonces, parecía gozar de la omnipotencia y la impunidad de quien, tras años de totalitarismo, acaba de conquistar la legitimidad democrática. No era, desde luego, el adversario más cómodo. Pero Antonio es así: se la jugaba a pecho descubierto. Le bastaba saber que la fuerza de la justicia y el poder de la razón estaban de su lado.

El efecto fue fulminante. Existen algunos raros libros que tienen el extraño poder de cambiarte, de dinamitar prejuicios. En mi caso han sido tan sólo dos, Extranjeros en su país y Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn. Ambos representan, para mí, el paradigma del heroísmo, de la generosidad de un hombre que arriesga cuanto tiene en defensa de la libertad.

Desde entonces he ido comprobando, con admiración creciente, que Antonio Robles es una persona de fiar. Su compromiso con la defensa de la libertad le ha llevado a estar siempre en primera línea de fuego, como corresponde a un héroe. Denunciando todas aquellas cosas que los demás callábamos. La caravana por la libertad, En Castellano también, por favor, las octavillas del Palau de la Música, CADECA, la Asociación por la Tolerancia, Profesores por el Bilingüismo, el Foro Babel, la Iniciativa No Nacionalista...

Se me hace difícil imaginar una honestidad intelectual mayor, un desinterés, una coherencia y una lealtad a los principios más firme. Él fue, probablemente, el mayor activo de Ciudadanos. La garantía de un proyecto.

Estoy convencido de que la presencia de Antonio Robles en el Parlament es vital. Quizás ni él mismo es del todo consciente de su trascendencia. Creo que va más allá, incluso de las posiciones y las líneas políticas que allí defiende. Atañe al fundamento, a la naturaleza misma de la praxis política. Es el sentido último de toda esa parafernalia: crear un espacio de libertad. La esencia de la democracia no es tanto la lucha por el poder como el hecho de construir un universo donde se garantice a los ciudadanos el ejercicio de un puñado de libertades irrenunciables. Para eso y no para otra cosa se reúnen allí.

Es en este sentido que la presencia de alguien como Antonio Robles, que no ha dejado ni un día de poner en duda las verdades oficiales del régimen, es un valor irrenunciable para el propio sistema democrático. Hannah Arendt, extraordinaria pensadora judía que dedicó décadas a tratar de comprender un totalitarismo del que fue víctima, se refiere, en La Condición Humana, a la libertad en términos inquietantes. No es que el hombre sea libre en sí mismo, es el espacio en el que está el que puede hacerlo libre. Si me callo, o me voy y me aíslo, si me exilio, no soy libre. La libertad depende de los demás. La libertad no es un constitutivo ontológico sino una propiedad del espacio político. Sólo existe cuando tenemos posibilidad de distinguirnos de los otros, de mostrar nuestra identidad diferenciada en el mismo sitio donde están los otros. La libertad no habita donde hay unanimidad, consenso o acuerdo, sino donde hay discrepancia. Para ser libre necesito de los demás, necesito que acepten y respeten mi diferencia, es decir, mi identidad. La libertad consiste en distinguirme de los demás, pero donde están los demás.

En su etapa de parlamentario, Antonio Robles ha seguido haciendo lo que había hecho siempre: trabajar por nosotros, esforzarse por construir una Cataluña más libre.

Creo que necesitamos a Antonio Robles, necesitamos a alguien tan empeñado como él en mostrarnos que libertad no es uniformidad, que libertad es ser capaces de soportar, sin ponerse de los nervios, otras visiones de la realidad que no concuerdan con la oficial.

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