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¿Llegamos por fin a alguna conclusión sobre quién fue el atleta más grande del siglo XX? Yo creo que no. Algunos apostaron por Pelé, y no puedo estar más en desacuerdo. Ni siquiera creo que Pelé haya sido el mejor futbolista de la historia, mucho menos el deportista más importante del siglo XX. Bien es cierto que al astro brasileño le traicionó, como al final nos acabará sucediendo a todos, el paso del tiempo, en claro beneficio de Cruyff o, más recientemente, Maradona. Pero lo mismo le ocurrió a Di Stéfano en relación con Pelé, y él no dijo “esta boca es mía”. Yo me quedaré siempre con Diego y, por solidaridad, con Paco Gento, el “maldito” de todas esas listas confeccionadas no se sabe muy bien por quién.

¿Quién fue al final el atleta más grande del siglo XX? Los “jordanistas” que conozco —apóstoles de Michael Jordan— se desquician cuando oso poner en tela de juicio que “M.J.” sea siquiera el mejor jugador de baloncesto de toda la historia. Parece ese un dogma de fe, aunque el juego del “jefe” de los Wizards salta a la vista y no haya que creer demasiado en él. Se palpa, es una evidencia televisiva en los resúmenes que nos ofrecen de la NBA a diario. Trato de explicarles, en medio de la escenificación dramática que de sus mates y triples (“¡Michael Joooordan!”) suelen poner en práctica delante de mis ojos, que para recibir el título oficioso de “mejor atleta del siglo XX” se debe exigir algo más, una especie de “plus de responsabilidad”. La fórmula casera sería más o menos la siguiente: “valor deportivo + valor social = grado de importancia atlética”. Y, tal y como yo lo veo, en ese capítulo concreto aparecerían, muy por delante del citado Jordan, Bob Beamon, Jesse Owens o, si me apuran, incluso Greg Louganis, que se la jugó por defender los derechos de los homosexuales. Que yo conozca, Jordan sólo se la ha jugado por vender el mayor número de zapatillas posibles.

Por eso siempre aposté por Mohamed Ali, un jugador nato. Tumbó a Jerry Quarry en el Madison Square Garden de Nueva York, pero fue gritándole a la cara “¡nadie de esa raza desteñida podrá ganarme jamás!”, como eligió (porque pudo escoger otro camino más sencillo) ponerse manos a la obra para cambiar las cosas. Como Jordan ahora, Ali volvió a subirse a un cuadrilátero a los 38 años para tratar de recuperar la corona mundial. Fue en vano, y perdió con Larry Holmes. Pero fue al escoger la ciudad de Zaire como escenario de su combate contra George Foreman cuando volvió a jugárselo todo a una carta. O negándose a viajar a la guerra de Vietnam. O, en este preciso instante, plantándole cara con gallardía al mal de Parkinson. A mí la fórmula siempre me conduce al mismo resultado: Mohamed Ali, el deportista más grande de toda la historia.


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