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Qué generoso es el fútbol y qué injustas son la vida y la acción política. Ya no me extraña que los niños quieran ser futbolistas, y que casi todos los adultos que conozco deseen íntimamente convertirse en entrenadores; o mucho mejor, segundos entrenadores como Pepe Carcelén, momificado acompañante de Camacho (¿cómo suena la voz de Pepeíllo?) en el banquillo de la selección nacional. El fútbol tiene una recompensa inmediata y generosa, sacos y sacos de gratitud de gente a la que nunca conocerás. Quieren hacerse fotos contigo. Desean un garabato en una camiseta con el "10" que ni siquiera fue tuya, que nunca sudaste y que alguien compró deprisa y corriendo en unos grandes almacenes. "El periodismo", como diría Valdano, implora tus palabras, te persigue para que emitas cualquier sonido gutural que recuerde, aunque sea de lejos, a una opinión más o menos coherente.

Si pierdes, no pasa nada (nada, por cierto, habría de pasar en un simple juego, un divertimento), pero si ganas... ¡Oh la la!... ¡Amigo mío si ganas!... Si ganas se te abren de par en par las puertas de los "imperios gastronómicos", las fiestas privadas de acceso "super-mega-hiper restringido", el concesionario de Ferrari... Y aquella tienda de Armani, dirigida por un pijo de Socuéllamos —esos son los peores pijos, los de Socuéllamos— de la que un día te echaron con cajas destempladas por pretender acceder a ella calzado con un par de deportivas, ahora se cierra ("faltaría más, es un honor para nosotros", te pelotean) exclusivamente para tí. O para tu esposa. O para tu amante. O para tu amigo. Es igual, porque al pijo, más preocupado por inclinar su cerviz con la elegancia propia de la City londinense que de otra cosa, le da lo mismo quién sea tu acompañante ese día. Y es curioso. Curioso y dramático porque sigues llevando las mismas zapatillas, sólo que un poco más viejas y desde luego mucho más sucias, que aquella ocasión en que te dijeron "oig, qué asco, aquí desde luego no".

Empezaré de nuevo por el principio. Qué generoso es el fútbol y qué injustas son la vida y la acción política. El señor Kim Dae Jung, presidente de Corea del Sur desde 1997, víctima de al menos cuatro atentados contra su vida, condenado a muerte en 1980 por el general Chum Doo Hwan y premio Nobel de la paz en 2000, lleva luchando por su país los últimos cuarenta años. El holandés Gus Hiddink, que acaba de clasificar a la selección coreana para los cuartos de final del Mundial al derrotar a Italia, ha logrado en unos pocos meses el cariño y reconocimiento infinitos de un pueblo. Hasta el punto que alguien, pancarta en mano, pida lo siguiente: "Hiddink for president". ¿Y qué hacemos con Dae Jung?

El día que Hiddink ordenó retirar una "esvástica" del estadio de Mestalla —"hasta que no la quiten no empieza el partido"— se ganó mi respeto personal. El profesional quedó muy dañado tras su lamentable paso por el banquillo del Real Madrid, y ahora me demuestra que es un buen entrenador. Los coreanos se darán cuenta, con el paso del tiempo, que Hiddink es únicamente eso: un buen entrenador, mientras que Dae Jung —cojo de por vida tras sufrir uno de esos numerosos atentatos— es un buen presidente. Hiddink se irá. Jung se quedará. Esto es fútbol. Sólo eso.

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