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Sydney está siendo una pesadilla para nuestro deporte. Resulta dolorosamente significativo que, hasta la fecha, nuestras medallas procedan de especialidades con un calado tan escaso entre la población como el "mountain bike" (o lo que es lo mismo, irse a la montaña con una bici), el potro o el ciclismo en pista. Sin menospreciar a los atletas que han obtenido en los confines de la tierra los oros o bronces en cuestión, lo cierto es que sus éxitos no han encontrado ni de lejos el eco de la plata del basket en Los Angeles-84, o el oro logrado en los 1.500 en Barcelona-92.

Seguro que el voley-playa será un deporte sufridísimo, pero es olímpico desde hace un par de días y los aficionados quieren que sus representantes destaquen donde lo hacen los "grandes". Igual ni lo merecemos ni lo trabajamos lo suficiente, pero es lo que desea la gente.

Y aqui merece un capítulo aparte nuestra selección de baloncesto. Como diría Groucho Marx, "de la nada hemos llegado a la más absoluta de las miserias". Y eso es precisamente, miseria, lo que han repartido los chicos de Lolo Sainz. Me duele por el seleccionador (que en el plano personal es encantador, y no se merece el aluvión cantado de palos que le van a llover), pero el desastre australiano indica el final de un ciclo.

Antonio Díaz Miguel marcó el suyo cuando Angola nos dio para el pelo en Barcelona. Hubo "limpia", empezando por el propio entrenador que llevaba treinta años en el cargo. Ya debimos temernos algo cuando, tras derrotar precisamente a los angoleños, Herreros exclamó henchido de satisfacción: "¡Por fin!"... ¿Por fin, Alberto?... ¿Por fin, qué?... El hecho de que nuestro jugador más emblemático dijera eso no auguraba nada bueno. Fernando Martín nunca lo habría hecho.

Tenemos en puertas un nuevo Campeonato de Europa. Somos, por cierto, los actuales subcampeones. Lolo me cae fenomenal, aunque lo más inteligente por su parte sería marcharse. Sus amigos lo comprenderían, y sus enemigos ya no podrían darse el gustazo de zarandearle.

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