Es comprensible el enfado de Joan Laporta. Su buque insignia, Ronaldinho, no ha podido debutar aún en un partido oficial con el Fútbol Club Barcelona. Estuvo ausente en el primer encuentro de Liga contra el Racing de Santander, y este sábado los médicos le aconsejaron que no forzara ante el Sevilla, pero sin embargo sí viajó hasta Brasil para disputar un partido contra Bolivia y otro amistoso contra Alemania. El futbolista viajó después de que los médicos le aconsejaran que no jugara, pero él hizo oídos sordos y estuvo presente en ambos encuentros. El hecho es que estamos a 12 de septiembre y la gran estrella culé, el futbolista que marca indiscutiblemente las diferencias en este Barça, todavía no ha pisado su estadio, aún no ha jugado ante sus aficionados. Y todavía tiene que darle Laporta mil gracias a Dios porque los "efectos colaterales" de la ausencia de su estrella no se hayan notado excesivamente.
¿Se imaginan qué habría pasado si Ronaldinho hubiera vuelto lesionado de importancia de Brasil? ¿Quién pagaría los platos rotos? Rijkaard dice estar decepcionado con Carlos Alberto Parreira, pero el seleccionador brasileño es ahora mismo el entrenador con más poder del mundo, capaz de desequilibrar un campeonato en un santiamén. Si a Parreira se le pone en las narices, puede llevarse de un tirón a cuatro futbolistas del Barcelona (y eso porque Deco se nacionalizó portugués), y luego que venga Rijkaard a decirle que está profundamente decepcionado con él. Parreira tiene el control absoluto y los clubes de fútbol navegan en un mar de indecisión sin atreverse aún a dar un golpe de mano. Laporta le tira de las orejas a un niño grande a quien pagan mil millones por jugar con una pelota. No es previsible que Ronaldinho tome decisiones que pudieran hipotecarle en el futuro con su selección; son los clubes quienes tienen que poner de una vez por todas las cartas encima de la mesa.