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Viendo el otro día un reportaje sobre la infancia de Luis Figo concluí que no debe ser sencillo que a uno le transmitan su propia vida en directo. Y eso es lo que le ocurre a este chico (tiene 28 años) portugués. Me vinieron a la cabeza el "Show de Truman" o "Ed TV", aquellas dos películas que hablaban más o menos sobre lo mismo. ¿De tanto verse uno en la pantalla no se acaba por tener dos personalidades diferentes? El programa televisivo rascaba en la infancia de un niño muy rubio a quien le costaba Dios y ayuda sacar adelante la asignatura de matemáticas ("ahora no importa", comentaba un empleado del colegio, "porque gracias al dinero que gana le salen todas las cuentas"). Aquel niño que vivía en la tercera planta de un piso hoy clausurado se ha convertido en un futbolista venerado en medio mundo, y de forma muy especial en su Portugal natal. Por un lado querría ser Figo y por el otro no. Estar permanentemente en el ojo del huracán (el ojo televisivo que todo lo ve, el genuino "gran hermano") no debe ser plato de buen gusto para nadie. Y a raíz de algo que ocurrió en ese reportaje llegó mi segunda reflexión.

Figo ha tenido una semana muy movida. Recibió otro premio más como mejor jugador del año, personaje del milenio o algo parecido; después jugó con su selección y marcó el gol del empate ante Holanda en el último minuto, para acabar siendo igualmente decisivo con el Real Madrid en su partido ante el Numancia. Todo televisado. Todo en directo. Todo en abierto y sin tener que pagar por ver.

Mientras recibía una nueva condecoración, su padre aplaudía desde uno de los asientos del salón de actos. Tras recoger la placa, la bota o el arquero bengalí confeccionados a tal efecto, dos besos protocolarios, rápidos, carentes de efusividad. Seguro que a Figo le gustaría correr a abrazarse con su padre aunque probablemente no podía porque esa era su vida televisada, la otra vida, la vida paralela del famoso jugador de fútbol a quien sus amigos continúan llamando "pastillas".

Afortunadamente para Luis sigue existiendo un espacio privado, un mojón tras el cual tiene prohibido sobrevolar la "caja tonta". Ese reducto en el que puede ponerle a su hija en el vídeo "El Rey León" sin tener que mirar de reojo por su espalda. Supongo que el esfuerzo que dedique a proteger ese coto invertirá proporcionalmente en su salud mental. Si yo fuera él dedicaría un buen fondo de inversiones para hacerme la cirugía estética al retirarme. Nueva vida. Nueva identidad. Nueva tranquilidad.

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