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Un mes y dos días después de la tragedia, los equipos de rescate continúan evacuando cadáveres de la zona que antes ocuparan las Torres Gemelas de Nueva York. Acabo de verlo por televisión. Un grupo de hombres llevan en camilla a uno de los 6.000 ó 7.000 muertos (habrá que esperar hasta conocer la negra cifra definitiva) que se produjeron tras el atentado terrorista. Va cubierto por una enorme bandera de los Estados Unidos de América y, según cuenta el corresponsal en N.Y., le guardan un respetuoso minuto de silencio.

Un mes y un día después del acto vandálico que cambiará nuestras vidas, veinticuatro horas antes de asistir a una lección anónima de veneración hacia un compatriota fallecido, me quedo absorto y decepcionado, en cualquiera de los casos con la boca abierta, ante el sonido que acompaña a la imagen del malabarista Diego Maradona. El argentino prepara su homenaje del 10 de noviembre; sostiene sobre su cabeza un balón de baloncesto y repite reverentemente el mismo nombre: Osama ben Laden, Osama ben Laden, Osama ben Laden...

Hasta hoy he tratado de diferenciar a aquel Maradona que jugaba al fútbol del orate que ahora trata de curarse en Cuba. Me he buscado a mi mismo mil excusas, mil justificaciones y otros tantos subterfugios presuntamente racionales, pero esto ya es demasiado. El médico que trata a Diego manifiesta que se encuentra físicamente bien y que llegará a rebajar su peso hasta los 78 kilos, pero lo que necesita Maradona no es un endocrinólogo sino un psiquiatra; lo necesita con cierta urgencia porque se ha convertido en un mochales peligroso, un anormal al que le ríen las gracias como supongo que debían hacer también con Calígula.

No sé cómo explicarles lo que me pasa. Es como si, de repente, al conocer personalmente a Al Pacino hubiera descubierto que sufre de alitosis, o que le sudan las manos. O muchísimo peor, que es un pobre desgraciado. Era tal mi admiración hacia el Maradona futbolista que el otro, el Maradona delirante, me había pasado inadvertido. Probablemente no sea aún consciente del daño irreparable que ese sonido, musitado con el exclusivo propósito de hacer daño porque sí, le ha hecho para siempre. Porque no podré olvidar cómo jugaba, pero ya no le tendré el más mínimo de los respetos. Se lo perdí a las tres y media de la tarde del 12 de octubre de 2001.

Como no soy rencoroso, sólo espero que le cuiden la paranoia. Dicen que Johny Weistmuller acabó en un manicomio, chillando por las noches y emulando al personaje que había interpretado durante tanto tiempo. El pobre Weistmuller pensaba que seguía siendo Tarzán de los monos. Maradona ya no es Tarzán y sería bueno que se lo dijeran cuanto antes.

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