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Juan-Mariano de Goyeneche

Estrés en las salas de concierto

Hace poco más de diez años, estando todavía en el colegio, intentaba –no con demasiado éxito, todo hay que reconocerlo– que algunos amigos me acompañaran a los conciertos del Auditorio Nacional de Música. Los pocos adeptos que conseguí me dejaron atónito cuando, meses después de venir siguiéndome con cierta regularidad, me confesaron su convencimiento de que esas convulsas y desaforadas toses del público constituían una protesta por lo mal que tocaban los músicos. Y puesto que las toses tenían lugar en todas y cada una de las audiciones, resulta evidente que mis buenos amigos pensaban que Juan-Mariano sólo les llevaba a malos conciertos.

Días atrás, armado de valor, retorné al Auditorio Nacional tras una larga ausencia. Tenía la esperanza –débil, pero esperanza a fin de cuentas– de que determinadas cosas hubieran cambiado. O al menos mejorado. No fue así.

Hace años que muchos llegamos a la conclusión de que el público de las salas de conciertos está enfermo. Y es una enfermedad notable, digna del interés de los médicos más reputados, ya que pese a darse durante toda la temporada, no parece afectar a la buena salud de los que la sufren –que ahí siguen año tras año–, no discrimina por sexo ni por edad (aunque sí, a veces, por nivel de educación), experimenta una súbita mejoría al abandonar teatros y auditorios y, al parecer, no tiene cura.

Recientemente, en un intento de combatir los accesos de bronquíticos y acatarrados perpetuos, el director de orquesta Kurt Masur abandonó el podio en mitad de la interpretación, harto de tener que competir con su auditorio. Lamentablemente, el ejemplo no ha cundido lo suficiente.

Con lo que, al final, por desgracia, una actividad que debiera ser relajante y de disfrute espiritual, se convierte en una estresante pesadilla, gracias no sólo a esos implacables broncoespasmos, sino también a relojes haciéndose pipí a las horas en punto; a monedas que caen y se abandonan alegremente a la gravedad escaleras abajo; a despertadores de mesita de noche (¡sí, ha leído usted bien!) que deciden, de pronto, dar la nota desde el interior del bolso de entrañables ancianitas; a teléfonos móviles con pretensiones filarmónicas; a programas de mano que caen bruscamente al suelo (con suerte dentro del propio anfiteatro; a veces, al inmediatamente inferior); a caballeros que bajan la escalera en mitad del concierto... ¡y al poco regresan trotando de nuevo a su asiento!; a tormentas sonoras a cargo de furiosos espectadores luchando a brazo partido contra envoltorios de caramelos (especie ésta que florece generosamente en los teatros de ópera, donde la oscuridad es cómplice de sus maquinaciones); a voluntarios que se prestan, rumbosos, a ayudar a la orquesta a seguir el ritmo marcándoselo violentamente con manos y pies desde sus asientos y, en fin, a las más inimaginables, pero siempre superables, muestras de egoísmo y falta de respeto al prójimo.

En la película Un día de furia, Michael Douglas interpretaba a un ejecutivo que, a causa del estrés y desesperación de un sofocante atasco, enloquecía y procedía a cargarse todo lo que se ponía a su alcance. Que al leer el periódico a nadie le extrañe encontrarse cualquier día a alguno de nuestros Auditorios... en la sección de sucesos.

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