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Juan Morote

La sana desconfianza

El PP no es ajeno a esta tentación, y en la medida en que los pocos liberales que alguna vez moraron en el partido de los de Génova pasaron al ostracismo, aquella todavía es mayor.

Los liberales clásicos siempre partieron de una desconfianza sistemática hacia el poder político. Es absolutamente lógico. Cuando alguien llega al poder debido a su pertenencia a un partido político, resulta prácticamente imposible que no desarrolle intereses propios del grupo en cuyas listas ha sido elegido. Su futuro depende del partido y, por lo tanto, éste le exigirá determinadas compensaciones. Así, una vez elegido el Gobierno, o los parlamentarios que, a su vez, eligen al Gobierno –me da exactamente lo mismo–, su misión fundamental deja de ser mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos tal y como prometió. Su sentido vital se reorienta y su centro de gravedad deviene en asegurar la perpetuación en el poder y, si es posible, aumentarlo.

Para permanecer en el poder e incrementarlo, es necesario tratar de controlar todos los resortes de creación espontánea de información, porque la misma puede no ser agradable a los ojos y oídos del gobernante. De este modo, cualquier Gobierno se siente tentado a controlar todos los resortes de información posibles. SITEL no es más que una muestra de esto. Lo compró Aznar, y no se atrevió a ponerlo en práctica; en cambio, le sirvió la pelota en bandeja a Rubalcaba; ni a Franco le ponían los venados como le puso el PP el SITEL a los socialistas. Ahora bien, que nadie espere que el PP, si vuelve a gobernar, abjure del uso de semejante medio de control.

En la misma línea, se están produciendo constantemente ataques a la libertad de expresión, y se están colocando mordazas al derecho constitucional de comunicar y difundir información. Tengamos presente que es un derecho constitucional el de recibir información veraz, pero tan constitucional como el derecho a difundirla. Junto a lo anterior, la libertad de expresión, que no debe tener más límite que el Código Penal, ampara cualquier ejercicio del derecho a la crítica. Pero claro, la crítica no agrada nunca al innombrable, al gobernante, que normalmente sólo acepta la lisonja como juicio de su acción de Gobierno, y cualquier opinión discrepante es vista como subversiva y peligrosa.

El PP no es ajeno a esta tentación, y en la medida en que los pocos liberales que alguna vez moraron en el partido de los de Génova pasaron al ostracismo, explicitado en aquel infausto encuentro de Elche (19 de abril de 2008), aquella todavía es mayor. Desde este punto de vista, es lógico, aunque decepcionante, que los populares no se opongan al intento sistemático del gobierno de amordazar a la sociedad civil: el canon digital, la generalización del CAC, la ley Sinde, el intento de control de los flujos de información en internet, y un sinfín más de iniciativas liberticidas, van a contar con el silencio cómplice de los populares. Con la excusa de que no pueden decir a todo que no, están diciendo que sí a la implantación de mecanismos de control que esperan que les beneficien a corto plazo, cuando ganen las elecciones y muden de banco y despacho.

El pensamiento de Juan de Mariana, Locke, Montesquieu, Tocqueville y compañía sigue vigente más que nunca. La desconfianza y la vigilancia estrecha al gobierno son una grave obligación que tenemos los ciudadanos y, especialmente, los medios de comunicación. Cuantas más medidas se adopten para coartar la libertad, más corajuda debe ser nuestra defensa de la misma.

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