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Juan Morote

Modernización o democratización

Los países en los que hay establecida una mayor corresponsabilidad entre ciudadanos y funcionarios en la administración de la justicia la confianza en el modelo es mayor.

Andan de nuevo los ilustrísimos togados hablando de la necesidad imperiosa que acucia a la justicia, que no es otra que la de su modernización. Hace veinticinco años que empecé la carrera de Derecho y el diagnóstico era el mismo: había que modernizar la justicia. Tengo la impresión de que este argumento recidivante en realidad se invoca para ocultar la verdadera etiología del mal funcionamiento de la administración de justicia. Porque lo que funciona mal no es la justicia, virtud imprescindible en cualquier hombre de bien, sino su administración, que en muchos casos suele deshonrar su nombre.

La cacareada modernización significa, en boca de un cateto, que faltan ordenadores, impresoras, servidores, medios de grabación digital, y demás zarandajas tecnológicas. No es verdad, nada más alejado de la realidad. Lo bien cierto es que lo primero que sobran son leyes, y además sobran muchas. La incontinencia de producción normativa tiene su origen en la necesidad del político de medio pelo de sentirse útil. De esta guisa se han lanzado a la producción normativa las diecisiete comunidades autónomas, a las que se han pegado a rueda los principales consistorios municipales que tienen más ordenanzas que todos los de los EEUU juntos. No existe vecino patrio capaz de leerse toda la normativa que se publica al día en España.

Semejante ejercicio compulsivo ha provocado una falta absoluta de rigor en la redacción de las normas, donde unas comunidades copian a otras desde los estatutos hasta la normativa de ascensores, pero nadie se resiste a introducir alguna particularidad que recoja su hecho nacional diferencial. Así, si usted fabrica ascensores para instalarlos en Barcelona no serán susceptibles de ser colocados en Cuenca. Lo cual genera un galimatías considerable y una gran sensación de indefensión del individuo frente al Estado en sus diferentes manifestaciones. El ciudadano siempre tiene la sensación de vivir, en algún aspecto de su vida, al margen de la legalidad. Este es el primer problema de la justicia: la inflación normativa galopante que padecemos.

Junto a lo anterior hay otro problema que es el aislamiento absoluto del español medio de la administración de justicia. Los jueces son vistos como una secta social, que cuando hablan a través de sus resoluciones hay que buscar un traductor avezado para entenderlas. Es propio de las dictaduras tratar de privar al paisano de la participación en la tarea de administrar justicia. En la medida en que la justicia está en poder de mayor número de funcionarios, mayor es la tentación para el gobierno de meter su mano grasienta también en este negociado. Por eso, los países en los que hay establecida una mayor corresponsabilidad entre ciudadanos y funcionarios en la administración de la justicia la confianza en el modelo es mayor.

Y en último lugar, pero no por ello menos importante, hay que señalar como un gran problema de la justicia su politización. La clave de la justicia no es sólo su rapidez, sino también que sea justicia. En España hace mucho tiempo que el ciudadano dejó de confiar en la misma. El tufillo a politización que envolvió la reforma del poder judicial llevada a cabo por Felipe González, aún no se ha disipado. Despolitizar la justicia equivale a decir democratizarla, puesto que sólo las repúblicas bananeras pueden pretender serlo sin una verdadera división de poderes. Así que sería muy bueno que los propios jueces y magistrados fuesen valientes y señalaran de verdad dónde están las claves de la mejora de la administración de justicia. Les doy una pista: pocas leyes, claras y que se cumplan, jueces bien pagados en función de su productividad, erradicación del corporativismo, corresponsabilidad ciudadana y un proceso de democratización profunda.

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