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Juan Morote

¿Qué representaba el muro?

Bajo un manto de emotividad bien sembrada, se está socavando el fundamento de la libertad que es la dignidad de la persona. Esta cuestión es fundamental.

Para Robert Friedman, el muro de Berlín representaba una dificultad en el proceso de globalización que había comenzado con el nacimiento de internet unos años antes. Para otros, representó el triunfo del individuo frente al Estado, del mercado frente a la planificación, del ingenio frente a la consigna; pero, sobre todo, evidenciaba la derrota de los genocidas vocacionales de la hoz y el martillo, y el fracaso moral de la abolición de la libertad. Se han cumplido veinte años de la destrucción del muro que dividía Berlín y, no es menos cierto, que se han celebrado todo tipo de actos conmemorativos del evento. Sin embargo, cuando reflexiono sobre lo realmente acaecido en este tiempo, se me queda la misma cara que a aquellos que confiaron sus sudados ahorros a Madoff o a Lehman Brothers. Creo que me han estafado. El muro representaba dos modelos de concebir al individuo, y en consecuencia de entender la sociedad. El telón de acero nos mantenía alerta hacia la parte mala del mundo, aquella en la que no se respetaban los derechos naturales de las personas, de los seres humanos.

Gracias a las denuncias de Alexandr Solzhenitsyn, Ludmila Alexeyeva o Sergei Sajarov, los que querían conocer la realidad, sabían que el muro era un impedimento para ver la tortura sistemática, la represión y la subyugación de millones de personas bajo la bota del ideal comunista. Hasta noviembre de 1989, éramos conscientes del valor de la libertad. No obstante, tal y como pidió Reagan, el muro fue derribado. El muro no cayó, fue el ansia de libertad de media Europa y el talento de tres figuras en conjunción irrepetible, Juan Pablo II, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, lo que provocó su demolición. Desaparecido el muro, se desvaneció la presencia inmediata de un mundo sin libertad; Occidente perdió el referente negativo de su propia existencia, que encarnaba la Unión Soviética con distintos nombres, y creyó puerilmente que la libertad era una conquista definitiva y para siempre. Mas no era cierto, la caída del muro ha generado un flujo de importación no calculado. Pensábamos que exportaríamos libertad y, en cambio, hemos importado intervención. Desaparecido el imaginario comunista, la libertad corre mucho más peligro que antes. Ahora, no hay un enemigo encima de una trinchera con un Kalashnikov, el enemigo está dentro y es ingente.

Casi todos los partidos occidentales, con una cierta relevancia, han dado por bueno que el Estado controle más de la mitad de la renta que generan los ciudadanos. Cualquier político imposta la voz para hablar de derechos de los colectivos. Nunca puede haber un derecho de un colectivo al margen de los derechos de los sujetos que lo integran. Bajo un manto de emotividad bien sembrada, se está socavando el fundamento de la libertad que es la dignidad de la persona. Esta cuestión es fundamental; debemos recuperar el sentido común, los derechos lo son de las personas y, además, lo son en cuanto que tales, no por concesión del poder político. La libertad es un absoluto indisponible incluso para el propio titular. El transigir con la relativización de la libertad, con sus restricciones teóricamente perpetradas en aras de bienes mayores, necesariamente desembocará en la paulatina desintegración del individuo en el Estado. Así, habremos derribado un muro, no para extender la libertad, sino para perderla definitivamente.

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