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Juan Morote

Responsabilidad última

La preeminencia del Estado en la vida de todos los ciudadanos de la UE, lejos de provocar un sentimiento de asfixia en la mayoría, genera un sentimiento de desconfianza hacia el mundo exterior encarnado en la imprevisibilidad del mercado.

Los que nos hemos educado leyendo a los clásicos del pensamiento liberal aprendimos que lo importante no es analizar la causa aparente de los hechos, sino la causa última de los mismos, ya que de lo contrario, en lugar de encontrar la verdadera razón, habremos apostado por una obviedad o simplemente por una patochada. Digo esto porque acabo de leer los preparativos de seguridad que ha adoptado Corea del Sur para afrontar la celebración de la próxima cumbre del G-20. Ante una previsión de diez mil participantes en la cumbre, se han movilizado más de sesenta mil agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, incluyendo veinte mil antidisturbios. A estos hay que añadir cerca de treinta mil marines norteamericanos que coadyuvarán en la tarea.

Lo que más me llama la atención es que ya llevamos once años con esta moda del terrorismo turístico. Fue allá por el año 1999 cuando, en la cumbre de Seattle, se implantó esta nueva modalidad viajera; es lo que podríamos acuñar como el terrorismo callejero recurrente. Tras Seattle, asistimos a escenas parecidas en Praga, Edimburgo, Génova o Atenas. Ahora le toca el turno a Seúl. En la cumbre de Génova se produjo una baja en los terroristas callejeros, aunque toda la prensa occidental, haciendo gala de sus complejos inherentes, lo calificó como un activista, pero... ¿activista de qué? De la violencia. A los viajeros pijos, o hijos de pijos, puesto que no todo el mundo tiene dinero en los tiempos que corren para comprar billete de avión a Seúl, no les faltan nunca los antisistema de turno que engrosen sus filas. Todos los violentos nostálgicos de la bota y el uniforme de cualquier ejército rojo, se unirán como un solo hombre a estas algaradas.

Estos fenómenos no son espontáneos, no son un Tea Party de la antiglobalización, son movimientos perfectamente organizados desde Occidente. Todos los socialistas, con independencia del partido en que militen, todavía piensan en la riqueza como un juego de suma cero y no van a permitir que la realidad les estropee la consigna. No son baladíes los mensajes de demonización del capitalismo: forman el caldo de cultivo necesario para que guiados por un francés, unos centenares de desocupados se permitan el lujo de practicar el terrorismo callejero en Seúl. Junto a lo anterior, figura la extraña concepción de la conciencia de clase que poseen quienes vivieron el mayo del 68. Piensan que han cometido un gran pecado viviendo más como burgueses que como bo-bos, y tienen que lavar su culpa adoptando una postura antiamericana y por ende anticapitalista (¡qué bien explicó esto Revel!).

Así, la responsabilidad última hay que buscarla en el reconcomio de culpa no superado que tiene Occidente de su propia realidad, fundamentalmente en Europa. La preeminencia del Estado en la vida de todos los ciudadanos de la UE, lejos de provocar un sentimiento de asfixia en la mayoría, genera un sentimiento de desconfianza hacia el mundo exterior encarnado en la imprevisibilidad del mercado. El adoctrinamiento sistemático de nuestros estudiantes, devendrá en una mayor crisis de identidad de Europa y de los valores de la democracia liberal. Los derechos del hombre, corolarios del principio cristiano de libertad, han permitido que hayamos alcanzado las mayores cotas de bienestar de toda la historia. La batalla por su preservación no va a ser fácil.

En Libre Mercado

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