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Juan Ramón Rallo

De la locura antieconómica a la derrota política

La megalomanía izquierdista de liquidar el modelo político y económico del país no ha beneficiado en nada a unos ciudadanos cuyas perspectivas sólo han ido decayendo en medio de un persistente desempleo y de una marabunta de deuda.

Para quienes Obama es algo así como el Mesías redivivo, el ejecutor de la magna obra de convertir a los Estados Unidos en una democracia "de verdad" equiparable a los megaestados europeos, el barrido republicano en las elecciones estadounidenses sólo cabe atribuirlo a la fatalidad. Es imposible que el socialdemócrata e ilustrado Obama haya salido derrotado por deméritos propios frente a una panda de reaccionarios ultraconservadores y algún pirado libertario; la responsabilidad, cómo no, la tiene el agitprop del Tea Party, la subversiva propaganda republicana y, sobre todo, una recuperación económica que no llega pese a los denodados esfuerzos del presidente.

Obama, argumenta el discurso canónico, ha tenido la desgracia de estar gobernando en medio de la mayor crisis de los últimos 80 años y los ciudadanos, cortoplacistas por excelencia, no han sido capaces de valorar las sensatas políticas de los demócratas destinadas a pavimentar la recuperación. El ciudadano estadounidense ha sucumbido a los cantos de sirena del extremismo –como en los años 30 sucumbió Alemania– por una depresión que, en última instancia, es achacable a Bush y al neoliberalismo reaganiano.

Pero lo cierto es que Obama probablemente jamás hubiese resultado elegido de no ser por esa grave crisis económica que ahora deplora electoralmente, y ni mucho menos hubiese sido capaz de aprobar toda su sectaria legislación intervencionista sin el impacto psicológico que tuvo la caída de Wall Street. Ni multimillonarios planes de des-estímulo, ni nacionalizaciones encubiertas como rescates a la industria automovilística, ni socialización sanitaria, ni nueva y mala regulación de los mercados financieros. Todas estas patadas al sentido común económico fueron posibles sólo por los poderes excepcionales que hace dos años los estadounidenses le entregaron embriagados a su dictator (¿se me permitirá criticar, como ahora hacen los demócratas, el cortoplacismo y la catástrofe política que supuso la unción absolutista de Obama por parte del pueblo americano?).

Obama y su equipo lo comprendieron rápidamente. La crisis era una oportunidad única para hacer avanzar la secular agenda liberticida de la izquierda. El cesado Rahm Emanuel –antiguo jefe de Gabinete de Obama– lo resumió a la perfección: "Nunca has de dejar pasar una crisis sin haberte aprovechado antes de ella". En ese sentido, nadie podrá negar que el progresismo estadounidense ha sacado una enorme tajada ideológica de esta crisis, llevando al Estado al borde de la omnipotencia económica; pero, a renglón seguido, habrá que reconocer que esa megalomanía izquierdista de liquidar el modelo político, económico y social del país no ha beneficiado en nada a unos ciudadanos cuyas perspectivas sólo han ido decayendo desde la ascensión obamita en medio de un persistente desempleo y de una marabunta de deuda. En su éxito han encontrado las semillas de su propio fracaso.

Si la implosión en menos de dos años de todo su equipo económico no acreditara el rotundo fiasco de su desempeño, la huida hacia adelante pidiendo más gasto y más déficit para salir del atolladero en el que ese gasto y ese déficit no han atascado debería ser lo suficientemente ilustrativo. Porque onanismos ucrónicos al margen, Obama aprobó su mastodóntico programa de des-estímulo prometiendo una reducción drástica del desempleo que no se ha visto por ningún lado: según las propias proyecciones demócratas que sirvieron para justificar su particular Plan E, hoy la tasa de paro debería estar en el 7% y no en el 9,6%, cifra incluso por encima del apocalíptico escenario que pintaban los demócratas para el caso de que no pudieran tirar a la basura 700.000 millones de dólares (más de la mitad del PIB español, ahí es nada).

Tan absurdo es afirmar que Obama no tiene ninguna responsabilidad en esta derrota, que todo es la inexorable consecuencia de una población que no entiende sus audaces políticas anticrisis, como lo sería afirmar en España que Zapatero tampoco tiene ninguna responsabilidad en una eventual debacle socialista. La crisis perdura no a pesar de Obama, sino como consecuencia de su desnortada, manirrota y distorsionadora gestión. Y es que no siendo el keynesianismo del que ambos gobernantes han hecho gala más que pura superstición ideologizada en bancarrota, es plausible y deseable que la población se rebele contra su política antieconómica. Cierto es que habría sido más plausible y deseable que nunca los hubiese colocado más allá de la presidencia de una comunidad de vecinos, pero en la capacidad de reacción y corrección de sus propios errores también se nota el temple de los pueblos.

"Mi nombre no está en las papeletas, pero mi mensaje sí lo está", se atrevió a afirmar ayer el iluminado de la Casa Blanca. Ojalá tenga razón y sea cierto que los estadounidenses –tan proclives siempre, como cualquier otra nación, a caer en las garras del populismo keynesiano-rooseveltiano– han aprendido una valiosa lección para al menos una generación: el Gran Gobierno no es la solución a ningún problema. De momento, el bloqueo de ambas Cámaras nos asegura que no habrá más planes de des-estímulo hasta el final de la legislatura ni previsiblemente un mayor crecimiento del Estado. Habrá que ver si este no empeoramiento de las cosas basta para limpiar todos los escombros que Obama se ha dedicado a apilar durante estos dos años; al fin y al cabo, la factura de sus destrozos todavía está pendiente de pago.

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