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Juan Ramón Rallo

El odio a la libertad

Sin embargo, uno puede preguntarse de donde proviene, aparte de su ya mentado desprecio a la democracia y a la libertad, el odio cartaginés que toda esta plétora de titiriteros del nuevo régimen sienten contra Aznar.

Dice Rosa Regàs que la derrota de Aznar fue la mayor alegría política de su vida, mayor incluso que la muerte de Franco.
 
Poco me sorprenden semejantes declaraciones. Regàs, como su repetido apoyo a la tiranía castrista demuestra, no cree en la democracia y mucho menos en la libertad, en cuya defensa Aznar sacaba a Franco varias cabezas. Desde luego, Regàs tiene más puntos de contacto con Franco que con el ex presidente del gobierno, de ahí que la tirria y la posterior satisfacción sean mayores.
 
Regàs también califica la victoria de "milagrosa y espectacular". A buen seguro que la providencia de Alá tuvo bastante que ver en la debacle del PP. No en vano los terroristas planificaron el atentado tres días antes de las elecciones. Pero, sin duda, el principal ariete fue la "espectacular" manipulación de las noticias que los autodenominados intelectuales, como Regàs, divulgaron desde un poder fáctico perfectamente reconocible y de reconocida solvencia para derribar gobiernos.
 
Todo esto ya lo sabíamos. No era necesario que Regàs lo aireara de nuevo con contumaz soberbia. Sin embargo, uno puede preguntarse de donde proviene, aparte de su ya mentado desprecio a la democracia y a la libertad, el odio cartaginés que toda esta plétora de titiriteros del nuevo régimen sienten contra Aznar. ¿Por qué casi medio año después aún insisten en hacer leña del supuesto árbol caído?
 
La explicación más congruente podemos encontrarla en una acusada estatolatría, esto es, en el culto al Estado. Sus orígenes se remontan a la dictadura platónica de los filósofos (actualizándolo a la jerga común: intelectuales) y alcanza su máximo esplendor en la filosofía hegeliana (Toda persona debe por entero su existencia al Estado) del culto al funcionario público, al Staatsbeamte. No es casualidad que Hegel resulte un referente tanto para el marxismo y como para el nazismo.
 
Rosa Regàs, y el resto de la comparsa "intelectual", se criaron en este caldo filosófico. Por ello, creen que los mejores deben ocupar los más altos cargos públicos, con entera capacidad para dominar a las masas ciudadanas.
 
Aznar, por un lado, purgó a toda esta patulea de totalitarios de las instituciones públicas, optando por otra gente que, a su juicio, estaban más capacitados y, por otro, cerró parcialmente (o no lo abrió tanto) el grifo de la subvención oficial (es decir, de la exacción coactiva de dinero de los ciudadanos para dárselo a los amigos del gobierno). Este hecho, aparte de atacar frontalmente su modus vivendi –el parasitismo de los fondos públicos- significó un golpe bajo para su soberbia.
 
Si los mejores debían ocupar los puestos más elevados y Aznar no los entregó a los intelectuales de izquierdas, ello significaba que Aznar no consideraba que los intelectuales de izquierdas eran los mejores. La guerra total estaba servida; su honor había sido mancillado y debía ser reparado.
 
Y una vez más, Regàs sitúa a los artistas como el génesis de la sociedad, el principio de todo: Empezó con una manifestación de artistas e intelectuales y luego se fue extendiendo: surgieron plataformas, asociaciones, todo el mundo luchando contra la guerra.
 
Derrotado Aznar, los intelectuales vuelven al sitio del que nunca debieron haber salido. Por lo pronto, Regàs es directora de la Biblioteca Nacional, los cineastas vuelven a estar enchufados al grifo de la subvención, y Wyoming tiene su programa en la Primera. ¡Cómo debe ser!

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