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Juan Ramón Rallo

Hacia la inflación mundial

Si quieren crear una divisa mundial lo tienen fácil: que regresen al patrón oro. Pero eso no lo van a aceptar, porque su finalidad no es unificar la moneda, sino expandir el poder del Estado.

Desde hace meses viene oyéndose con insistencia la posibilidad de crear una divisa mundial que actúe como curso forzoso en todos los países. No se trata de un objetivo fácil de lograr, entre otras cosas porque a los políticos les gusta juguetear con el crédito a través de sus bancos centrales y una divisa única supone acabar con la sacrosanta "soberanía monetaria" de cada país: se acabaron las orgías crediticias locales para ganar elecciones y para financiar un gasto público desbocado. Si crear la unión monetaria europea fue complicado y requirió de muchos enjuagues y componendas, imaginémonos cuánto costaría fraguar una "divisa planetaria".

Sin embargo, en los últimos meses se están dando ciertas condiciones económicas y políticas que pueden terminar por derribar estos impedimentos y abocarnos hacia la moneda única.

Primero, desde hace unos 20 años los bancos centrales internacionales han ido ganando cada vez más autonomía frente al poder político. Es cierto que si algo ha puesto de manifiesto esta crisis es que los banqueros centrales siguen, en última instancia, los dictados de los gobernantes de turno y que no dudan en bajar tipos de interés siempre que la ocasión lo requiera, pero también es verdad que el banco central ha dejado de actuar como una Secretaría de Estado y que los políticos ya no lo tienen tan fácil como para manipularlo a su antojo. Por consiguiente, los costes de renunciar a la soberanía monetaria son cada vez menores.

Segundo, en la época de la globalización de capitales hablar de soberanía monetaria carece de bastante sentido. Por un lado, aunque un banco central expanda el crédito dentro de sus fronteras, bien puede suceder que ese crédito artificial se traslade a otros países (el caso más célebre es el carry-trade japonés) sin que tenga demasiado efecto interno. Por otro, y por motivos simétricos, aunque un banco central nacional siga una política monetaria ortodoxa y no infle su moneda, bien puede ser receptor de flujos de capitales extranjeros que distorsionen su aparato productivo en cuanto se cortocircuiten (el caso de Islandia o de los países de Europa del Este durante este crisis muestra parcialmente este supuesto). Además, con la extensión y crecimiento del mercado de las titulizaciones, los activos de mala calidad de un país pueden transmitirse a otro sin mediar inversiones directas en el aparato productivo (como dramáticamente han descubierto muchos europeos con las "hipotecas subprime"). Otro flanco por el que la soberanía monetaria se difumina.

Tercero, de momento la política monetaria ha dejado de funcionar durante la crisis. Aunque los friedmanitas se empeñen en no ver la realidad, ahora mismo los bancos centrales no están logrando reinflar el crédito: la economía sigue paralizada y sólo se está reanimando tímidamente gracias a la liquidación de las malas inversiones. Pero lo cierto es que los agentes económicos –salvo el Estado manirroto– están tratando de reducir su endeudamiento y no de incrementarlo. Otra razón más por la que los políticos mundiales pueden renunciar sin demasiado quebranto a su soberanía monetaria.

Cuarto, aunque ahora mismo la tendencia económica sea hacia la deflación (es decir, a la contracción del crédito, el hundimiento de los precios de los activos, la reducción de las rentas y la moderación del consumo), muchos países occidentales están llegando a un punto de endeudamiento peligroso y probablemente insostenible. Sin ir más lejos, Estados Unidos piensa en aprobar otro plan de estímulo que, como el anterior, sólo empeoraría su situación económica. La conjunción de una mayor deuda pública con una economía estancada (y por tanto con unos ingresos fiscales decrecientes) auguran dificultades para amortizar toda esa deuda e incluso no es descabellado pensar en eventuales suspensiones de pago. Si el sistema monetario actual quiebra, será por ahí: hoy el valor del dinero fiduciario que nos han impuesto los políticos está basado en la deuda pública. Si esa deuda pública se impaga, corremos el riesgo de padecer una hiperinflación y una manera de enmascarar tanto el impago primero como después la hiperinflación es unificando las distintas divisas: por un lado permite redistribuir pérdidas y ganancias entre las distintas regiones del planeta (como acontece hoy con la zona euro) y, por otro, permite redefinir la unidad monetaria quitando ceros si los precios comenzaran a dispararse (véase Zimbabwe).

Quinto, y probablemente esta sea la razón principal, el motivo anterior nos traslada a una situación profundamente incómoda para los políticos nacionales: los ahorradores están siendo reticentes a la hora de comprar más deuda pública. Nuestros despilfarradores gobernantes no pueden seguir gastando a destajo, mientras que monetizar cantidades masivas de deuda pública no es una opción: imprimir dinero para comprar deuda nueva nos conduciría con toda probabilidad al hundimiento del valor de la moneda, a la hiperinflación (como atestigua la experiencia alemana) y al aislamiento internacional del país (Islandia muestra cómo el hundimiento de una divisa equivale a una autarquía económica). Sin embargo, en caso de existir una divisa mundial de curso forzoso, los ciudadanos no dispondrían de monedas alternativas en las que refugiarse; como parapeto sólo les quedarían los activos financieros y reales, pero éstos suelen ser complejos de utilizar en el tráfico diario por la población. Por consiguiente, los ciudadanos serían menos libres para protegerse de las políticas inflacionistas de los Estados, quienes tendrían así las manos desatadas para financiarse devaluando el valor de la divisa mundial; una estrategia que parece ir en consonancia con otras ocurrencias que hemos podido leer en los últimos días.

Lo más sarcástico de todo este asunto es que el mundo dispuso durante siglos de una moneda internacional que protegía a los consumidores y ahorradores de los desmanes del gobierno y, precisamente por ello, los políticos se la cargaron: el patrón oro.

La gran mayoría de economistas de la época defendían el patrón oro por un motivo esencial: constituía una divisa mundial. Su gran preocupación era que la implantación de diversas divisas estatales modificara los flujos comerciales no por cambios en la economía real, sino por cambios en los sistemas monetarios internos. Y en efecto, desde su abandono el mundo se ha sumido en un sistema de divisas fiduciarias que fluctúan de valor unas con respecto a las otras (más bien unas se hunden más rápido que otras), que dejan la prosperidad de los ciudadanos al arbitrio de la cordura del mandatario de turno.

En principio, por tanto, una divisa mundial podría parecer una gran solución –incluso liberal– que impulsara el comercio internacional. Pero no conviene confundirse: las dificultades para unificar divisas fiduciarias son innumerables (sólo hace falta observar las tensiones actuales en la zona del euro) y, de hecho, sólo resultan mínimamente sostenibles en países que cuenten con gobiernos austeros y sistemas financieros análogos. Obviamente, ni Occidente es homogéneo ni, sobre todo, Occidente se parece en nada al resto de satrapías internacionales.

No, unificar las divisas de papel ni es posible ni deseable. Si quieren crear una divisa mundial lo tienen fácil: que regresen al patrón oro. Pero eso no, porque su finalidad no es unificar la moneda, sino expandir el poder del Estado. Ese quizá sea el argumento definitivo para que este delirante proyecto termine saliendo adelante.

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