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Juan Ramón Rallo

Merendándose la economía

El Estado, para lograr hacer frente a sus disparatadas promesas pasadas a nuestros pensionistas, debe ir absorbiendo porciones crecientes de la riqueza de los españoles, reduciendo progresivamente nuestra renta futura.

Ahora mismo nuestros pensionistas son rehenes del Estado. Durante toda su vida laboral fueron desposeídos de gran parte de sus salarios a cambio del compromiso de que en el futuro percibirían cuantiosas rentas de manos del Gobierno. En cierta medida, podríamos decir que eran propietarios de un derecho de crédito contra el Estado: a partir de los 65 años, éste les prometió abonar unas sumas proporcionales a todo cuanto les había arrebatado con anterioridad.

Pero las promesas de la Administración quedan en simple palabrería tan pronto como ella lo decida. La ventaja que posee el Estado al actuar como parte contratante es que puede cambiar unilateralmente –chinitas del derecho administrativo al margen– las condiciones contractuales cuando lo desee. Es la inherente asimetría del fantasioso contrato social: "Usted, ciudadano, cumpla con sus compromisos porque yo, Estado, tengo el poder para obligarlo, y yo, Estado, incumplo los míos porque tengo el poder para que usted, ciudadano, no me lo pueda impedir".

Llegado el momento de este defaultillo de las pensiones públicas (uno más en nuestra historia reciente, no se crean), algunos abogan por que el Estado siga respetando sus compromisos incrementando aún más los gravámenes que soportan los españoles. No tanto porque les importe demasiado que el Estado sea honrado cuanto porque lo ven como una gran oportunidad para extender sus redes sobre el conjunto de la sociedad. Al fin y al cabo, si la despensa de la Seguridad Social está vacía, nada tan sencillo como subir las cotizaciones para volverla a llenar.

Y si bien esta mecanicista operación tributaria podría tener visos de funcionar, no está de más que dejemos constancia de sus dramáticas consecuencias sobre nuestra prosperidad presente o futura: el Estado, para lograr hacer frente a sus disparatadas promesas pasadas a nuestros pensionistas, debe ir absorbiendo porciones crecientes de la riqueza de los españoles, reduciendo progresivamente nuestra renta futura. Frente a un sistema de capitalización privado donde cada individuo construye su propio patrimonio productivo y, de este modo, financia su propia subsistencia dentro de un cada vez más rico sistema de división del trabajo, el sistema público de reparto funciona esquilmando los patrimonios productivos de todos los agentes, volviéndolos cada vez menos autosuficientes y disolviendo las redes de colaboración espontánea que caracterizan la división del trabajo.

Es decir, más consumo y menos inversión; más dependencia de la Seguridad Social y menos autonomía financiera; más trabajo y menores pensiones; más estancamiento y menos desarrollo; más pobreza y menos prosperidad. O lo que es lo mismo, más Estado y menos mercado.

En Libre Mercado

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