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Juan Ramón Rallo

Propaganda tributaria de gobiernos famélicos

Nuestros mandatarios necesitan nuevos impuestos. Las deudas de hoy son los tributos de pasado mañana. Nadie se engañe. Viene éste y vendrán muchos más: todos, eso sí, en nombre de la prosperidad y de la estabilidad.

No sé qué quedará ya de la Tasa Tobin original, aquella que pretendía penalizar las transacciones muy a corto plazo entre divisas para evitar las inestabilidades que de ahí pudieran generarse. Después de su apropiación indebida durante más de una década por parte del movimiento globalización, hace unos días Paul Krugman, salsa de todos los guisos intervencionistas, proponía implantarla en el mercado bursátil para gravar a los "especuladores" y ahora el Consejo Europeo la extiende a las "transacciones financieras internacionales". De las divisas hemos pasado sorprendentemente a todo tipo de operaciones; es como si comienzan con la propuesta de subir el impuesto sobre hidrocarburos para terminar incrementando el IVA.

La idea original de Tobin, siendo errónea de raíz, tenía su interés académico, ya que se dirigía a combatir un problema potencialmente muy destructivo para un país: el dinero caliente. En un mundo donde empresas, bancos y países se endeudan masivamente a corto plazo para invertir a largo, una fuga súbita de la financiación a corto puede abocar a una espiral destructiva. Políticos y economistas se muestran desconcertados por este fenómeno y suelen sacarse diversos conejos de la chistera. Uno es la Tasa Tobin y otro, por ejemplo, el modelo chileno, donde se obliga a que todo capital extranjero que entre en el país permanezca como mínimo un año.

Como digo, son regulaciones equivocadas –pues la mayoría de los movimientos a corto plazo de capitales prestan servicios insustituibles a la hora de proporcionar liquidez al sistema y de arbitrar precios– pero discutibles. La solución real es mucho más sencilla: bajo el patrón oro ni había dinero caliente ni se producía especulación a corto plazo en el mercado de divisas. Dado que los tipos de cambio eran estables y que el banco central carecía de una flexibilidad absoluta para expandir el crédito a placer, estos fenómenos eran simplemente desconocidos. Hasta que los mismos gobiernos que ahora protestan por la volatilidad de los flujos financieros internacionales no desterraron la "bárbara reliquia" a objeto de correrse periódicas juergas presupuestarias, ambos fenómenos carecían de incidencia. Nuestros políticos ya saben, pues, cuál es el paliativo si es que quieren estabilizar el sistema financiero y no aparentar que se estabiliza mientras se sigue chupando del bote.

Pero no nos engañemos, aquí no se está hablando de evitar la especulación en el mercado de divisas, sino en cualquier mercado financiero, tenga consecuencias desestabilizadoras o no. Sería un error por tanto creer que con este impuesto se quiere algo así como minimizar los movimientos especulativos a corto plazo. No, su afán es simple y llanamente confiscatorio. Llevamos dos años en los que los déficits presupuestarios de todo el mundo se han disparado por el absurdo encumbramiento a categoría científica de las supercherías keynesianas. Se nos decía que incurriendo en déficits públicos volveríamos a crecer y que con la recaudación fiscal derivada de ese crecimiento amortizaríamos buena parte de esos déficits.

Pero el brutal endeudamiento de la mayoría de Estados no ha dado lugar a ninguna apreciable recuperación, sino más bien a una ronda de impagos soberanos que parece va a inaugurar Grecia. Lejos de salvarse, los Estados se encuentran con el agua al cuello; más que nada, porque continúan obsesionados con seguir gastando y expandiendo su dirigismo sobre la sociedad. Ya lo decía con regocijo Krugman en su artículo: "Un impuesto sobre las transacciones financieras puede generar ingresos sustanciales, lo que ayudará a aliviar los temores infundados de los déficits públicos. ¿Por qué no debería gustarles a nuestros políticos?".

Nuestros mandatarios necesitan nuevos impuestos. Las deudas de hoy son los tributos de pasado mañana. Nadie se engañe. Viene éste y vendrán muchos más: todos, eso sí, en nombre de la prosperidad y de la estabilidad. Lo peor, con todo, será ver a los propagandistas de siempre, dentro y fuera de la Academia económica, tratando de justificar con peregrinos argumentos lo que ellos mismos saben que sólo son mentiras políticas para lograr engordar el erario; claro que ya llevan años comprometidos con esa causa.

En Libre Mercado

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