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Julio Cirino

La guerra termina, sálvese quien pueda

La “zona liberada” creada hace ya dos años será nuevamente extendida en el tiempo y el anuncio se conocerá en las próximas horas. No importa que las FARC rechazaran de plano todas las propuestas del Ejecutivo Colombiano; tampoco importa que la “voluntad de paz” de este grupo sea inexistente, como quedó palmariamente demostrado con los documentos salidos de la pluma de su jefe militar, el célebre “mono” Jojoy, que fueran publicados en parte durante la semana pasada. El Presidente Andrés Pastrana descartó ya tácitamente el uso del poder militar como herramienta de presión política. Sólo queda ahora realizar los gestos rituales para salvar las apariencias.

En el norte del país, otra zona liberada está al crearse. Ésta tendrá una extensión geográfica menor, pero, como compensación, incluye una de las áreas más ricas del país en términos de su productividad. El nuevo enclave tendrá una duración inicial de nueve meses y se conforma para que el Ejercito de Liberación Nacional (ELN) pueda realizar su convención nacional y además sostener “diálogos” con el gobierno.

Aquí no importa tampoco que la sociedad civil, los pobladores y autoridades de la región se manifiesten mayoritariamente en oposición a esta idea. Y como si los formalismos valieran más que los hechos, el gobierno central dio a conocer un “reglamento” con cerca de 90 mandamientos (los diez famosos parecieron poco) para la nueva zona liberada; lo que no se aclara es qué habrá de pasarle a quienes incumplan, en todo o en parte el “reglamento” ni quién tendrá la autoridad coactiva para hacerlo cumplir, por que lo que si queda muy claro es que ni policía ni fuerzas armadas podrán ingresar a la zona.

Simultáneamente y para completar el horror, crece en número y violencia la acción de los llamados grupos paramilitares, congregados en las Autodefensas Unidas. Y no sólo su número aumenta, en la medida en que siguen reclutando (por las buenas, o las otras) a jóvenes de toda edad, sino que merced a los acuerdos que alcanzaron (siguiendo el modelo de las FARC) con los narcotraficantes, cuentan con todo el efectivo que necesitan para continuar sus operaciones.

No son sin embargo estos datos los que mas preocupan, sino el creciente apoyo que de parte de la población reciben estas bandas. Estadísticamente, mientras el apoyo a los dos grupos guerrilleros no supera el 2% de la población, esta cifra trepa al 12% cuando se habla de las “autodefensas”. El fenómeno resulta entendible, no justificable, cuando se piensa que en Colombia existen hoy dos mundos paralelos, que, como en la geometría, nunca se tocan.

Uno esta basado en Bogotá, Medellín, Cali, Miami y New York y comprende a la clase política y a los grandes empresarios; para ellos nunca hubo “guerra” entendida como un proceso que les afectara en carne propia, y si bien el asesinato de personalidades de primera magnitud de la política no es para nada desconocido, no es tampoco parte de la realidad cotidiana. En este mundo, pleno de urbanidad, siempre hay lugar para una comisión más, siempre hay tiempo para un nuevo diálogo pleno de adjetivos.

Hay otro mundo, casi invisible, que se barrunta más que se ve, es el de las veredas, las pequeñas poblaciones casi sin contacto con el siglo XXI, donde los pobladores son mas súbditos que ciudadanos; súbditos de múltiples amos a la vez: de las guerrillas, de los narcos y de los paras. Todos ellos disponen de sus vidas sin rendir cuenta a nadie, ya que ni el poder de policía o la burocrática máquina judicial se caracterizan por su presencia efectiva en todas estas áreas.

En este contexto ya no hay espacio para seguir con la guerra que “nunca existió”; el Estado renunció tácitamente a su legitimidad por inacción y aceptación de la vía armada como camino válido para acceder a la legitimidad política. Este Estado da a los caciques de la guerrilla un tratamiento similar al que se reserva a los jefes de Estado y se muestra a la vez impotente para capturar a los líderes de las autodefensas.

Mientras tanto, las áreas plantadas para la producción de cocaína y heroína se multiplican; y lo secuestros extorsivos ponen a Colombia en la cúspide mundial de esta poco honrosa actividad, al tiempo que un pesado manto de inevitabilidad y fatalismo cubre lentamente al país. La guerra, si es que la hubo, ya terminó, terminó en los corazones de un pueblo que no ve la democracia como un sistema de gobierno que marque alguna diferencia concreta en sus vidas. Ahora sólo queda tomar nota de las condiciones que plantean los triunfadores y analizar cómo puede hacerse para mantener la fachada de “normalidad” de las fronteras para afuera y cómo se divide el botín entre narcos, FARC, ELN y paramilitares, sin alarmar demasiado a los “vecinos”. Pero las noticias de los vecinos también son buenas, todos coinciden en lo que se debe hacer: exactamente nada.

Claro que, ante esta situación, todo colombiano puede preguntarse legítimamente si en este estado de cosas vale la pena perder la vida... ¿verdad que no? La guerra ya termina.

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