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Larry Elder

Un hombre llamado Cowboy

Le ofrecieron uno como empleado de limpieza, que aceptó ansiosamente. Impresionó a su patrono con su disposición a hacer cualquier tarea en cualquier momento con entusiasmo y sin quejarse. Le fueron dando más y más responsabilidades

Llevaba un gran sombrero Stetson y ese corbatín tipico del Oeste. La gente le llama "Cowboy".

Estaba en un funeral cuando conocí a este hombre negro de cincuenta y tantos, alto y atractivo. Pregunté a Cowboy qué hacía para ganarse la vida, y me contestó que distribuía cerveza. Le dije que nunca había logrado encontrarle el gusto a esa bebida y se rió y dijo: "Yo tampoco". Ironizó sobre lo extraño que resultaba que alguien a quien no le gusta la cerveza se hubiera convertido en uno de los distribuidores con más éxito en su territorio, con varias personas "a sus órdenes".

Le pregunté lo que hacía antes de su trabajo de distribución. Sin dudarlo, me respondió: "Cárcel, siete años y medio". Me contó entonces que se crió con un padre lleno de ira. Sus progenitores discutían constante y abiertamente delante suyo. Su violento e irascible padre le gritaba constantemente a causa de travesuras reales e imaginarias, grandes y pequeñas. "Yo no era más que una mala persona", dijo Cowboy. "Era malo porque mi padre era malo".

Comenzó a cometer delitos, pero, curiosamente, no robaba. "Simplemente atacaba a la gente. A veces podía estar en un parque con un grupo de amigos, y uno de ellos me retaba a darle una tunda a algún tipo que simplemente pasaba caminando cerca. De modo que lo hacía, iba en busca del extraño para tumbarlo de un golpe". Uno de esos ataques, particularmente espantoso, dio con los huesos de Cowboy en la cárcel durante siete años y medio.

"Probablemente fue lo mejor que me ha sucedido jamás", me dijo. "Tuve tiempo para examinar mi vida. Me di cuenta de que tenía que dejar de culpar de mi ira a mi padre. No fue él quien cogió una piedra y golpeó con ella a una persona inocente; fui yo." Cowboy leyó todo lo que cayó en sus manos mientras estuvo entre rejas, sobre todo psicología, y puso su propia vida bajo el microscopio.

Cuando salió de prisión, ningún patrono quería jugársela contratándole. Finalmente contactó con una cervecera, dispuesto a emplearse en lo que fuera. Le ofrecieron uno como empleado de limpieza, que aceptó ansiosamente. Impresionó a su patrono con su disposición a hacer cualquier tarea en cualquier momento con entusiasmo y sin quejarse. Le fueron dando más y más responsabilidades, ascendiéndole finalmente a ventas. Rápidamente se convirtió en el principal vendedor de su área, tras lo cual recibió mayores responsabilidades territoriales.

Mientras hablaba, con voz suave y agradable, pensé en el dramático contraste entre el joven furioso y el hombre de mediana edad que me contaba esta historia de pie frente a mí, tranquilo y con confianza. Los asistentes al funeral interrumpían constantemente nuestra conversación, mientras la gente hacía cola para saludarle. Sonreía, abrazaba y lloraba –la fallecida era su hermana–, mientras ofrecía palabras de consuelo a quienes se acercaban a él.

Cowboy me presentó a su esposa y dijo que tenía dos hijos, uno de ellos producto del anterior matrimonio de su mujer. Su hija, decía Cowboy, tenía la misma actitud que él cuando tenía su edad, pero la convenció de que la vida es consecuencia de la actitud, y le que debía asumir la responsabilidad por su suerte. Según me dijo, sonriendo, ella captó el mensaje. En cambio, el hijo adolescente de Cowboy empezó a ir con "malas compañías".

– Mi hija dio un vuelco a su vida, pero mi hijo no lo entiende. Yo le digo que las decisiones que tome hoy afectarán a su vida en el futuro, pero hasta la fecha... – me contó, mientras se le apagaba la voz.

– ¿Tú hijo no lo entiende – pregunté – pese a saber lo que te ha sucedido a ti?

– Pensarás que, después de lo que yo he pasado, tendría razones para evitar cometer los mismos errores que yo. Pero una de las muchas cosas que he aprendido es que puedes tener la mejor de las intenciones, pero si alguien no quiere escuchar, no escuchará. O al menos, aún no. Pero antes o después – la voz de Cowboy se ahogó de nuevo, y durante un breve instante perdió su sonrisa –. La vida es buena. Nunca es demasiado tarde para darte cuenta, pero algunos lo hacen más tarde que otros.

– ¿Por qué no escribir sobre tu vida – le sugerí –, y contar tu historia a otros, dado que tantos jóvenes no tienen padre o, como en tu caso, tienen una mala relación con él?

– Me lo han dicho muchas personas – me contestó –, y puede que algún día me anime.

Entonces, le pedí permiso para escribir una columna sobre su vida. "Quién sabe la cantidad de personas a las que puedes conmover. Después de todo, acabas de hacerlo conmigo". Cowboy sonrió, se volvió y abrazó a otro asistente más al funeral mientras susurraba palabras de ánimo a su oído.

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