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Crónicas de contramundo

El encuentro fortuito de un paragüas y una máquina de coser sobre una mesa de disección. Esa definición –surreal en esencia– describe el surrealismo mejor que un manifiesto. En su penúltimo libro, Turistas del ideal, Ignacio Vidal-Folch utilizó el bisturí de la ironía para poner en solfa una realidad surrealista; algo que constituye un pleonasmo más que una paradoja en estos tristes tiempos.

El encuentro fortuito de un paragüas y una máquina de coser sobre una mesa de disección. Esa definición –surreal en esencia– describe el surrealismo mejor que un manifiesto. En su penúltimo libro, Turistas del ideal, Ignacio Vidal-Folch utilizó el bisturí de la ironía para poner en solfa una realidad surrealista; algo que constituye un pleonasmo más que una paradoja en estos tristes tiempos.
Detalle de la portada de CONTRAMUNDO.
En la era del progresismo-todo-a-cien y de la corrección política como opio del pueblo, las máquinas de coser y los paragüas se ayuntan donde menos te lo esperas. Y aquel que describe lo que ve tras despojarse de las anteojeras, forzosamente alumbra un esperpento.
 
Turistas del ideal le arreaba una azotaina memorable a los adictos al buenismo a pie juntillas y a los sepulcros blanqueados de la izquierda. Contramundo –el segundo episodio de una trilogía en la que el escritor barcelonés hurga en la llaga agusanada de la España reciente– es una sátira feroz de la obsesión identitaria y de los caraduras a los que les aprovecha.
 
Vidal-Folch podría quedarse ahí: en la ácida caricatura, bien hilada, de un espectáculo que se renueva cada día desde hace ya tres décadas. Ha dado, sin embargo, un paso más, se ha internado a machete en la espesura que arraiga más allá de las anécdotas. Contramundo no es un roman à clé y tampoco un panfleto. Recoge sin remilgos y a pecho descubierto los desquiciados tics del pujolismo, sus sanguijuelas y sus herederos.
 
Mas las caretas no sirven de disfraz; arrojan luz sobre las caras de sus dueños. La persona es la máscara –ahora igual que en Grecia–, y descubrir a la persona tras la máscara es el busilis de toda gran novela. Ésta lo es, le pese a quien le pese.
 
Si hubiese que buscar antecedentes, hay dos que, en Contramundo, asoman las orejas. Kafka es el más obvio –no hay ficción simbólica, ni aun las verdaderas, que colonice un Castillo impunemente– y Hugo Claus el más fértil. En la casi olvidada Belladona, el gigantesco autor de La pena de Bélgica le dio el tiro de gracia a las excepciones culturales representadas, en su caso, por la comunidad flamenca. Ignacio Vidal-Folch, con el mismo mordiente, nos pinta un mundo absurdo –un contramundo, evidentemente– en el que lo irreal abruma al individuo hasta que ya no sabe quién es ni a lo que juega.
 
El nacionalismo es un agente psicotrópico que unas veces inventa paraísos y otras abre las puertas del infierno. El sueño de la sinrazón reúne, al cabo, a un poeta que afronta su destino caballerescamente con los chirles burócratas del patriotismo de opereta. Vidal-Folch les recubre de un manto de piedad porque el fracaso es común a todos ellos. Porque alienta algo humano a lo que asirse incluso en el lodazal de la miseria. Porque la surrealidad somos nosotros y no los otros exclusivamente. O porque, como escribiera Paul Celan, "aquellos que andan sobre la palma de las manos sienten que el cielo es un abismo que se abre debajo de sus pies".
 
El contramundo es, pues, ese lugar que difumina todas las referencias. En el que se han trucado los puntos cardinales igual que los dados de un trilero. En el que el norte, generalmente, está en el sur y el sol puede salir por el oeste. En el que las apariencias no engañan, puesto que todo es apariencia. Y en el que el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección es más frecuente de lo que algunos piensan. ¿Quieren ustedes comprobarlo? Nada más fácil: pasen y lean.
 
 
Ignacio Vidal-Folch: Contramundo. Destino, 2006; 227 páginas.
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