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CONSTANT VERSUS KANT

De un mentir sagrado, o el juego del diablo

Uno dice a otro: "Miento". Y enuncia lo imposible. Así nació la filosofía en Grecia. O así narraban los atenienses que nació: en la enunciación de aquello que, al ser dicho, se aniquila. Miento. Sólo se piensa en interrogaciones. Y no hay interrogación, si no hay mentira. La mentira sostiene el pensar. Y la filosofía no es, como soñará todo idealismo, disciplina de la verdad, sino meditación en la paradoja constituyente del mentir: lengua de la inmanencia.


	Uno dice a otro: "Miento". Y enuncia lo imposible. Así nació la filosofía en Grecia. O así narraban los atenienses que nació: en la enunciación de aquello que, al ser dicho, se aniquila. Miento. Sólo se piensa en interrogaciones. Y no hay interrogación, si no hay mentira. La mentira sostiene el pensar. Y la filosofía no es, como soñará todo idealismo, disciplina de la verdad, sino meditación en la paradoja constituyente del mentir: lengua de la inmanencia.

De la discusión –o tal vez fuera más justo hablar de choque– del año 1797 entre Immanuel Kant y Benjamin Constant –extraña discusión o choque, entre un sabio indiscutido que se equivoca y un frívolo aficionado que acierta– tuve primera noticia en el París de 1972 y en la lectura de un texto   –bello y extraño, como todos los suyos– de Vladimir Jankélévitch: el volumen segundo de su Tratado de las virtudes. Yo era lo bastante idealista –esto es, lo bastante ignorante– como para dar el apotegma "la verdad es revolucionaria" por axioma fundacional del materialismo, y para respetar a Kant. Quede en mi defensa que acababa de cumplir veintidós años. Hoy, que soy viejo, sé que la verdad es verdad. Como mucho y no siempre. Y que aquel apotegma, si era axioma fundacional, lo era, con toda exactitud, del idealismo en su paradigma clásico: el que construye los fundamentos de lo que será su fatídica dictadura espiritual de más de dos siglos, en el intervalo de cuatro décadas que separa la primera Crítica kantiana de los hegelianos Principios de la filosofía del derecho. Recuerdo haber quedado impresionado por la elegancia de la escritura de Jankélévitch. Pero no entendí nada de lo crucial que, en aquel libro de convencional título y lógica imprevista, leído durante el otoño más decisivo de mi vida, planteaba –sin el asomo de un remordimiento académico– el tan académico Jankélévitch: que Kant desbarra. Majestuosamente, si se quiere.

He vuelto a leer el Tratado de las virtudes en estos días. Sabía lo que iba a encontrar allí. Y sabía de unos cuantos extravíos que el haberlo entendido entonces, tal vez, me hubiera evitado. Pero es una añoranza vana. Cada libro tiene cifrado el tiempo exacto en el que nos será dado entender lo allí escrito. Es inflexible.

Lo allí escrito es esto. Que debería encabezar cualquier edición seria del debate de 1797 sobre la mentira. Porque no es éste un debate académico. Aunque lo sea:

En un breve escrito de 1797, Acerca de un pretendido derecho de mentir por amor a los hombres, Kant reprocha a Benjamin Constant que haya sostenido la licitud de la mentira: el agente moral estaría obligado a decir la verdad únicamente a aquellos que tienen derecho a esa verdad; y, a su vez, Kant plantea: la veracidad es absoluta e incondicionalmente exigible, sea cual sea el inconveniente que de ahí resulte. La Metafísica de las costumbres daba la razón de ello, y esa razón es que la mentira aniquila la dignidad de la persona: cuando la persona no cree ella misma lo que dice a otro, esa persona tiene menos valor que una cosa... Todo ese purismo liquida a demasiado bajo precio Tragedia y Alternativa. Porque es hacer el ángel eso de tratar a la ligera la finitud del hombre: olvidar, un tanto deprisa, que el hombre es un ser anfibio, a la vez ángel y bestia, retenido en la zona mixta de la existencia (...) La criatura, acantonada en su condición intermedia, está en residencia forzada entre dos extremos (...) La necesidad de mentir para mejor hacer comprender la verdad cabe en una maldición del mismo orden que la de la dolorosa mediación del trabajo. Todo discurso toma tiempo, y el tiempo, al cual el impaciente trata como obstáculo, el tiempo es la primera mentira; puesto que el tiempo aplaza lo que nuestro anhelo exige (...) No puede ser que los hombres pobres sufran dolor, esto es más importante que nada, la verdad incluida (...) La verdad es poca cosa ante un remordimiento eterno; la verdad es poco importante cuando su condición sea la desdicha de un solo harapiento; sólo con admitir el suplicio de un solo niño en beneficio del superior interés de la verdad es como para perder cualquier deseo de comer el pan nuestro (...) La mentira-por-amor, que es superverdad, es paradójicamente más verdad que la verdad verdadera; la verdad pneumática de la mentira de amor es más verdadera que la verdad gramática de la verdad pura y simple. Es la verdad pura y simple la que es en muchos casos una mentira. Un sabio que miente por bondad es pues más profundamente verídico que un sofista que dice la verdad por maldad. ¡Malditos sean los que ponen por encima del amor la verdad criminal de la delación! ¡Malditas sean las bestias que dicen siempre la verdad! ¡Malditos, los que nunca han mentido! (...) Cuando hay peligro de muerte, el imperativo vital de la legítima defensa tiene prioridad sobre los pseudo-escrúpulos de los casuistas y sobre las argucias de la mala fe. Perseverar en el ser, es la condición elemental y mínima sin la cual todo lo demás queda caduco e ineficaz. Porque, cuando la vida esté muerta, la esperanza lo estará también. No, Kant no tiene razón: los caníbales no tienen derecho a la verdad; la verdad no está hecha para los sinvergüenzas que sueñan con degollarla; ciertamente, la dignidad de la persona humana no admite, en principio, ninguna excepción: pero el deber de veracidad halla naturalmente su límite en la mala fe que pone su dialéctica al servicio de suprimirla (...) ¡Ninguna verdad para los asesinos de la verdad! (...) La verdad debe sobrevivir al precio que sea, aun impura, y, si es necesario, mantenida viva mediante las mentiras (...) La libertad no debe hacerle el juego a la tan sospechosa intransigencia ni al pseudo-catarismo, que es el juego del diablo (...) Ser veraz pase lo que pase o, como osa escribir Kant, sea cual sea la consecuencia que de ello se siga, no es tomar en cuenta todas las circunstancias de un caso concreto, es responder brutal y abstractamente, con un sí o un no, a las cuestiones planteadas por la conjetura moral (...) El diablo, como su alumno Tartufo, carece de defectos, el diablo tiene siempre razón, Satán argumenta bien, Satán es perfecto, Satán, como antaño lo fuera el ocupante a los ojos del ocupado estúpido, siempre se mantiene correcto (...) Pero mentir a los policías alemanes que nos preguntaban si ocultábamos en casa a algún patriota, no es mentir, es decir la verdad; responder: no hay nadie, cuando hay alguien, es el más sagrado de los deberes. Aquel que dice la verdad al policía alemán es un mentiroso. Aquel que dice la verdad al policía alemán es, él mismo, un policía alemán. Aquel que dice la verdad a los enemigos del hombre es, él mismo, un enemigo del hombre (...) No, los verdugos de Auschwitz y los estranguladores de Tulle no merecen que se les diga la verdad, esa verdad que se les pretende decir no se hizo para ellos.

'Nunquam'

El pasaje de Benjamin Constant que pone en marcha la polémica está redactado entre enero y febrero de 1796 y aparece como capítulo VIII, "Des principes", de su folleto de 1797 dedicado a analizar los riesgos del reflejo contrarrevolucionario que sigue a la caída del Terror en 1794: Des réactions politiques. El terror mismo deberá ser entendido como un calco inverso de la arbitrariedad propia al Viejo Régimen. Llevada, eso sí, a la hipérbole. "Si pudiéramos analizar fríamente los tiempos espantosos a los cuales el 9 de Thermidor puso demasiado tarde fin, veríamos que el terror no era otra cosa que lo arbitrario llevado a su último extremo (...) Lo arbitrario, al combatir por lo arbitrario, debe franquear toda barrera, aplastar todo obstáculo, producir, en una palabra, lo que el terror fue, escribe un Benjamin Constant, aún en su momento de mayor entusiasmo por la revolución, apenas un año después de su aterrizaje en el París de la Staël.

Es ahí, y en el curso de una meditación sobre las paradójicas formas que inviste la arbitrariedad en política, donde Benjamin Constant, haciéndose eco de los hechos acaecidos en el año 1794 y sin citar el nombre de Kant, deja caer esta paradójica referencia casuística:

El principio moral, por ejemplo, según el cual decir la verdad es un deber, de ser tomado en un modo absoluto y aislado, convertiría a toda sociedad en imposible. Prueba de ello tenemos en las consecuencias muy directas que ha sacado de este principio un filósofo alemán, que llega a pretender que, incluso hacia los asesinos que os preguntasen si vuestro amigo se ha refugiado en vuestra casa, la mentira sería un crimen.

La inesperada alusión al Kant de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres del año 1785 y al de La paz perpetua de 1795 es inseparable de un dilema que por el cual pasaron tantos supervivientes de los cuarenta y siete días que siguieron a la ley del 22 de Prairial (10 de junio de 1794), Ley del Gran Terror, que traza una frontera de vida o muerte entre amigos y enemigos de la revolución; sin matices. El catálogo de enemigos es allí dictado exhaustivamente:

Son enemigos del pueblo quienes tratan de aniquilar la libertad pública, ya sea por la fuerza, ya por la astucia.

Son enemigos del pueblo quienes hayan provocado el establecimiento de la monarquía o tratado de envilecer o disolver la Convención nacional y el gobierno revolucionario y republicano del cual ella es centro;

Los que hayan traicionado a la República en el mando de plazas y ejércitos, y en toda otra función militar;

Los que hayan tratado de impedir el aprovisionamiento de París o provocado hambrunas en la República;

Los que hayan respaldado los proyectos de los enemigos de Francia, ya sea favoreciendo la retirada e impunidad de los conspiradores y de la aristocracia, ya corrompiendo a los mandatarios del pueblo, ya sea abusando de los principios de la Revolución, de las leyes o medidas del gobierno, mediante actuaciones falsas y pérfidas;

Los que hayan engañado al pueblo o a los representantes del pueblo para inducirlos a iniciativas contrarias a los intereses de la libertad;

Los que hayan difundido noticias falsas, para dividir y perturbar al pueblo;

Los que hayan tratado de confundir a la opinión pública y de impedir la instrucción del pueblo, de depravar sus costumbres, de corromper la conciencia pública.

Sólo una pena era prevista para esa legión de enemigos que buscan la destrucción del futuro. "La pena que se exige contra todos los delitos de los que tenga conocimiento el tribunal revolucionario es la muerte". La garantía judicial era nula: "La prueba necesaria para condenar a los enemigos del pueblo es cualquier tipo de documento, ya sea material, ya moral, ya escrito, que pueda naturalmente obtener el sentimiento de cualquier espíritu justo y razonable". Y el reino de la delación quedaba abierto, allá donde la locura llega al punto de fijar que

la regla de los juicios sea la conciencia de los jueces iluminados por el amor a la patria; su objetivo, el triunfo de la República y la ruina de sus enemigos; el procedimiento, los medios sencillos que el sentido común indica para llegar al conocimiento de la verdad en las formas que la ley determina (...) Si existen pruebas, ya sean materiales, ya morales, con independencia de la prueba testifical, no serán oídos testigos; a menos que esa formalidad parezca necesaria, ya sea para descubrir cómplices, ya para otras consideraciones mayores de interés público (...) La ley da por defensores a los patriotas calumniados, jurados patriotas; a los conspiradores, no se los concede.

He analizado las consecuencias devastadoras de esa ley –y sus ecos durante los dos siglos que siguieron– en mi Diccionario de adioses. Aquí quede sólo constancia de lo hondo que aquella alucinación marcó a la generación de Constant. Los casos de delación más o menos delirante proliferaron en aquellas siete semanas en las cuales se decidió el destino revolucionario. Verse obligado a dar a la delación estatus de ley moral se hace, para las gentes que han vivido tal historia, una burla siniestra.

 

NOTA: Este texto tiene como base el estudio preliminar de GABRIEL ALBIAC a ¿HAY DERECHO A MENTIR? LA POLÉMICA KANT-CONSTANT ACERCA DE LA EXISTENCIA DE UN DERECHO A MENTIR, que acaba de publicar la editorial Tecnos.

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