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EL PENTATEUCO DE ISAAC

La salvación por el humor

"Hacerse el tonto para sobrevivir es un ancestral arte judío comparable únicamente a la arquitectura helénica y más concretamente al Partenón" y "Creo que si Dios tuviera ventanas, hace tiempo que le habrían roto los cristales" son apenas un par de las muchas perlas que cuajan el relato de "la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y cinco patrias", como reza el subtítulo de este Pentateuco de Isaac. Un libro que, desgraciadamente, no podré vender.

"Hacerse el tonto para sobrevivir es un ancestral arte judío comparable únicamente a la arquitectura helénica y más concretamente al Partenón" y "Creo que si Dios tuviera ventanas, hace tiempo que le habrían roto los cristales" son apenas un par de las muchas perlas que cuajan el relato de "la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y cinco patrias", como reza el subtítulo de este Pentateuco de Isaac. Un libro que, desgraciadamente, no podré vender.
Y no podré hacerlo porque es demasiado bueno, o a mí me lo parece. Tanto, que al leerlo no he podido evitar emborronarlo con subrayados, exclamaciones y comentarios al margen. Y como los que nos dedicamos a este oficio de reseñar libros –aunque no el más antiguo, también uno de los peor pagados– recibimos, gracias a la generosidad interesada de los editores, una cantidad considerable de novedades, pues de tanto en tanto, y para no morir ahogados en un mar de papel, tenemos que vender algún lote, generalmente por menos de la décima parte de su precio en el mercado.
 
Por otro lado, también es un placer escribir la reseña de un libro tan extraordinario que el dichoso oficio, por una vez, puede dejar de ser el ocasional "Sí, pero" o el más frecuente "Vaya bodrio, pero tengo que rellenar mis dos cuartillas". Para remate, resulta que su autor no es un miembro pata negra del gremio, uno de esos profesionales sesudamente dedicados a promocionar su carrera desde las tribunas de opinión de los más influyentes periódicos o a fatigar las antesalas del poder editorial en busca de la canonjía perdida, sino un guionista de cine con casi treinta películas en su haber, que publicó ésta su primera novela a la edad de setenta y dos años. Es decir, cuando no le hacía falta demostrarle nada a nadie, salvo quizás a sí mismo. Que debería de ser la única razón válida para escribir.
 
Angel Wagenstein, nuestro novel autor, es un judío no sé si ejemplar, pero sin lugar a dudas integral: sefardí por su rama materna, asquenazí por la paterna, nacido en 1922 en la búlgara Plovdiv, exiliado en París en su infancia debido a la militancia socialista y comunista de su familia, combatiente antifascista en su país natal durante la segunda guerra mundial, estudiante de cine en Moscú, principal responsable del Premio Especial del Jurado que el Festival de Cannes le concedió en 1959 a Sterne (La Estrella de David), de Konrad Wolf… ¡Pero si parece un judío de los de antes! Ya saben, de aquellos que los izquierdistas podían permitirse el lujo de admirar por su filiación con Karl Marx y Rosa Luxemburgo y compadecer por su eterna condición de chivo expiatorio de la Historia, siempre y cuando, eso sí, mantuvieran intacta su virginidad y no cedieran a la tentación de ejercer el mundano poder político, por ejemplo, fundando su propio Estado y defendiendo su derecho a existir.
 
¡Qué tiempos aquellos! Un judío no estaba condenado a ser visto como un agente bacteriano del imperialismo infestando el cuerpo sano de las teocracias mediorientales, o como un desalmado banquero de Wall Street. Sí, eran tiempos dichosos en una Europa rebosante de militares imperios y grandiosas utopías sociales. Lástima que esta Arcadia feliz también fuera capaz de prohijar dos guerras mundiales, varias decenas de millones de cadáveres y el recuerdo imborrable de un puñado de topónimos, encabezados por Auschwitz y Kolima. Y que el judío simbólico de todas las revoluciones en marcha hacia el brillante porvenir quedara definitivamente sepultado debajo de sus cascotes. Aunque algunos (me temo que pocos) lo que más lamentamos es que la vieja Europa, en su fulgurante carrera hacia el abismo, se haya llevado por delante a seis millones de judíos y, con ellos, a una lengua, el ídish, y a la rica, diversa, brillante cultura que prosperó en los humildes y sojuzgados shtetls de la Rusia zarista o el imperio austrohúngaro.
 
Es este mundo, definitivamente perdido, el que Wagenstein recorre de la mano de su personaje, uno de esos maravillosos judíos de los de antes, pero afortunadamente más escorado hacia los soñadores seres que pueblan los cuadros de Chagall y los irónicos narradores de las leyendas hasídicas o los cuentos de Bashevis Singer que parecido a los tercos razonadores de la estirpe marxiana. En boca de Isaac Blumenfeld, el autor pone la sabiduría desencantada y los relatos de supervivencia más tremendos de los asquenazíes humildes, sastres de profesión, apegados a su hogar y sus amigos, creyentes pero nunca fanáticos. Tremendos relatos, pero limpios, sin un átomo de patetismo, salvados de esta tara por el humor. Y no cualquier humor, sino ése que proverbialmente se conoce como el humor judío. En treinta años, del fin de la primera guerra mundial a su deportación a Kolima, Blumenfeld lo pierde todo: esposa, hijos, parientes, amigos, hasta su querido rabí Samuel Bendavid. No volverá a Kolodetz, cerca de Drogobich, su pueblo natal, arrasado con todos sus habitantes en la segunda guerra, tras haber pertenecido sucesivamente a la Austria imperial, la breve Polonia independiente de los años veinte, la Unión Soviética, la Alemania del Tercer Reich y, de nuevo, la Unión Soviética. Y sobrevivirá a tres campos de concentración, incluido el temible Flossenburg y su epidemia de tifus.
 
Como se ve, es un relato tremendo, pero no inédito. Quien se haya siquiera asomado a la vasta literatura testimonial de la guerra y los campos de concentración sabe que lo que cuenta no es excepcional. Pero la novedad que introduce, en este universo conocido y hasta trillado, la novela de Wagenstein (porque sí, es una novela, es decir, es ficción, no un testimonio o algo peor, que por desgracia se ha puesto de moda: pura invención disfrazada de realismo testimonial) es ese humor extraordinario. Gracias al cual lo tremendo de la historia de Isaac Blumenfeld, que es un retazo de la tremenda Historia europea del siglo XX, además de sortear el patetismo, se convierte en una sabia lección de vida.
 
Y de historia y de política. Así, por sólo citar un ejemplo, Wagenstein pone en boca del cineasta deportado que se convierte en el compañero de Blumenfeld en Kolima una de las más claras distinciones entre nazismo y comunismo: ambos regímenes fueron asesinos, pero el segundo estaba basado en el principio del "caos institucionalizado", mientras que los nazis acabaron perdiendo la guerra por su rígido acatamiento de las normas y su incapacidad para improvisar. También por eso, el terrible gulag era mortífero por su impredecible variabilidad, pero un poco menos que los campos de concentración nazis (y eso que Wagenstein sólo se centra en éstos, y ni por asomo roza los de exterminio), donde imperaba la ley que, con diáfana sencillez, resume Blumenfeld: "A diferencia del mundo de afuera, donde los seres humanos vivían en sociedad y morían en soledad, allí moríamos colectivamente, pero cada uno sobrevivía por su cuenta. Es tremendo reconocer que lo mismo era válido tanto para la gente como para las ratas".
 
Una penúltima cosa: la crítica ha comparado esta novela, por las virtudes evocadas, con Bashevis Singer y también con el Jaroslav Hasek de El soldado Schweik. A mí me ha recordado a ese otro espléndido humorista que era Bohumil Hrabal. Y una última: por fortuna, El Pentateuco de Isaac es la primera novela de una trilogía, cuyas otras dos entregas (Lejos de Toledo y Adiós Shangai) su editor español ya ha contratado. Es una suerte saber que dentro de unos meses volveremos a coincidir con Angel Wagenstein.
 
 
ANGEL WAGENSTEIN: EL PENTATEUCO DE ISAAC. Libros del Asteroide (Barcelona), 2008, 316 páginas.
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